domingo, 19 de agosto de 2012

CAPÍTULO 31 LOS VECINOS IMPARES. VI Violeta + Ámbar

Ámbar se acomodó a los pies de Violeta que retiraba con un cucharón la espuma fofa conforme iba apareciendo en la superficie del caldo que llevaba hirviendo casi una hora en la olla grande. En la cocina reinaba por primera vez en mucho tiempo un calorcito húmedo que había empañado los cristales de la ventana. El otoño discurría por una suave pendiente. Noviembre había empezado con días cada vez más fríos, cada vez más oscuros. La matraca de alguna televisión llegaba amortiguada a través del patio interior hasta la estrecha cocina esquivando las sábanas tendidas que bailaban al aire en sus cuerdas sólo reprimidas por dos pinzas de madera, una en cada punta. Lo de siempre en el patio. Al piso le seguía haciendo falta una mano de pintura y una de las bombillas de la lámpara del cuarto de estar seguía fundida. Lo de siempre en la casa. Sin embargo desde hacía unos días, Violeta comía tres veces al día, se quitaba el pijama por la mañana y se lo ponía por la noche y hoy tuvo ánimo para cocinar, claro que no para ella. Llevaba días escudriñando los ecos que provenían del piso contiguo: la televisión, la música, retazos de conversaciones telefónicas a veces en francés: habría citas que posponer, explicaciones a superiores, pensaba Violeta. Pero en ningún momento se había topado con ellos a pesar de que ella se había mostrado especialmente activa saliendo y entrando de casa cada día. Aquella mañana muy pronto había escuchado como padre e hijo zapateaban de la habitación al baño y del cuarto de estar a la cocina para después, ya cerca de las nueve de la mañana, abandonar el piso. Violeta encontró apropiado prepararles un buen caldo que pudieran tomar a su vuelta. Veía a Alex y a su padre no como al resto de vecinos con los que evitaba cruzar miradas ante el temor que se permitieran alguna familiaridad, sino como a compañeros de cautiverio, abordables en el rellano y a los que abrazar y amamantar, en definitiva: abrirles los brazos ya que este mundo no nos los abre.

martes, 14 de agosto de 2012

CAPÍTULO 30 LOS VECINOS IMPARES. VIII La naturaleza de Clementina

El tiempo transcurría al ritmo vivaz y acompasado que marcaba el viernes a punto de dar las tres de la tarde. Las compañeras de Clementina se afanaban en su ir y venir para terminar los últimos pedidos del día. En el almacén cualquier ojo observador podía averiguar, tanto por el ritmo de trabajo como por el volumen de las conversaciones de las operarias, el día de la semana con poco margen de error. Las chicas comentaban entre ellas sus planes para el fin de semana, trataban de dilucidar si tacones o manoletinas o cuales eran las planchas más efectivas para alisarse el pelo. Clementina no solía participar en esos debates, más bien escuchaba como quien escucha en la radio la opinión de doctos entendidos que analizan con sumo detalle el acuerdo suscrito por gobierno y oposición. Pero aquel día permanecía absolutamente ajena a todo lo que le rodeaba que no fuera su trabajo y seguir dándole vueltas a los sucesos acaecidos en la tarde del miércoles. Se había esmerado por calcular el momento justo en que tenía que salir de casa para llegar a la carnicería del mercado entre las seis y las seis y cinco minutos. Se puso un brillo de labios anaranjado que le había entrado en el lote de Navidad del año anterior. Es verdad que luego se lo quitó con un cuadradito de papel higiénico porque le pareció tonto, pero justo después, se lo volvió a poner. Por el camino al mercado, el párpado del ojo izquierdo le empezó a palpitar: más nervios todavía y el peor de los augurios, creyó entonces Clementina. Solo dos clientas esperaban su turno ante el mostrador de la carnicería. Rezó por que los carniceros tuvieran aquella tarde una pesada digestión o estuvieran incubando una gran gripe, lo que les obligaría a trabajar muy muy despacio. Eran las seis y quince minutos cuando llegó el turno de Clementina que, ni se sonrojó cuando el carnicero le preguntó, más bien estaba pálida. Dos filetes de ternera blanca y cuarto y mitad de carne picada después, él seguía sin aparecer. Clementina pagó su compra, tomó la bolsa que el carnicero catapultó desde el otro lado del alto cristal del mostrador y él seguía sin aparecer. Después, sin dejar de mirar las baldosas de cerámica amarillenta avanzó hasta la puerta de salida y él seguía sin aparecer. - ¡Clementina! - ¿Sí? Las chicas se reían a carcajadas viendo la cara de susto con la que volteó la cabeza Clementina tan ensimismada en repasar los hechos que ni se había enterado de que hacía rato que llamaban su atención. - Que si te vienes esta noche con nosotras al Batukada. - ¿Yo? - Hoy se te va la pinza, eh. - A ésta se le va la pinza mogollón siempre. - No, no, la Tina está pensando en alguien, fijo. - ¿Qué dices?, ¿quién?, ¿quién?, ¿el transportista ése que es medio mulato? Tiene una espalda el tío… - Jejejeje, en ése piensas tú. - Pero qué dices, si yo tengo novio. - Se está poniendo toda colorada, jejejeje. - Huy, huy qué pillada está. - Bueno, venga, vente y nos cuentas quien es el pavo. Otras veces le habían insistido para que saliera con ellas, pero Clementina siempre tenía pretextos para evitar los botellones, las tardes en la piscina municipal, patear el centro de tienda en tienda durante las rebajas y las cenas en restaurantes de hamburguesas y costillas pringosas que solían ser los planes que más gustaban a las chicas del almacén. Todas fueron recogiendo sus puestos a velocidad y algunas, incluso, ya iban camino del vestuario: se comenzaron a sentir el chasquido de las puertas de las taquillas de chapa. Clementina permanecía en su puesto y seguía acomodando franquitos bien protegidos en la caja de cartón: más bien podría haber estado así horas y horas. Si no fuera por su naturaleza, le hubiera gustado entrar en el vestuario, dejarse caer sobre el banquito de madera y preguntarles a sus compañeras qué es lo que había que hacer, seguro que ellas sabían algo más que ella. Aún así dejó que fueran saliendo una a una, la excusa en aquella ocasión fue que estaba un poco resfriada todavía. Blanca ya iba apagando las luces del almacén y a Clementina, muy en contra de su naturaleza, le daba una descomunal pereza cambiarse, salir a la calle, coger el autobús, llegar a casa y todas las demás cosas que quedaban por hacer en ese día.

domingo, 5 de agosto de 2012

CAPÍTULO 29 LOS VECINOS IMPARES. III Solo de trompeta

Mientras avanzaban hacia el portal al paso lento que imponía su padre, Alex iba dándole vueltas a las palabras dichas por su hermano cuando se despidieron en el cementerio, “el fin de semana vuelvo para empezar a organizarlo todo”. Los hermanos no habían tenido tiempo en los dos últimos días para hablar. Alex supuso que “organizarlo todo” incluía decidir qué hacer con las pertenencias de su madre, solucionar todo lo referente a la herencia y, sobretodo, qué pasaría ahora con su padre. Alex tenía la certeza de que su hermano tenía una idea precisa de todo lo que había que hacer. Alejandro caminaba tomado por el brazo y con la cabeza vuelta hacia los árboles de la avenida ya desprendidos de todas sus hojas; las ramas, al entrelazarse, parecían segmentar en confusas piezas angulosas las fachadas de los edificios de la acera de enfrente y el cielo blanquecino en aquella mañana de lunes. Los observaba como tratando de encontrar en ellos la respuesta a un enigma. Durante el entierro había permanecido de pie, entre sus hijos, llorando en silencio. Todo eran suposiciones: tal vez reconocía el espacio y su mente había viajado setenta años atrás al día en que enterró a su hermana de dieciséis años allá en Nador o el salto en el tiempo había sido de cuarenta años para volver al momento del entierro de su madre en aquel mismo cementerio. Lo que para Alex parecía poco probable es que su padre hubiera tenido un momento de “lucidez” y hubiera sido consciente por un instante de quien era la persona que se había marchado para siempre. Pero “lucidez” no era la palabra exacta, de eso estaba completamente seguro, ¿cómo había podido ser tan imbécil? Alex llegó a la conclusión de que, el de su padre, era un llanto causado por un dolor universal de pérdida. Pérdida absoluta. Pérdida en todos los sentidos. En el interior del piso todo permanecía intacto: los viejos y lustrosos muebles de caoba que constituían para su madre todo un tesoro y sobre el aparador una legión de marcos con fotos de distintos tamaños y materiales. Alex acomodó a su padre en el sofá del cuarto de estar sin quitarle ni siquiera la cazadora color crema que llevaba hasta que no se caldeara un poco el cuartito gracias a la estufa de butano que, a pesar de que Alex no recordaba como encender, tuvo la deferencia de prender al primer intento. Desde el cuarto de estar, atravesó de nuevo el salón de la casa para llegar a la cocina. Se detuvo ante el aparador de caoba y, por inercia, como había hecho tantas y tantas veces cuando vivía allí, abrió uno por uno sus cajones. Una llave suelta, un tubo de pegamento estrujado, papelitos de distinto tamaño y color garabateados con la letra grande e infantil de su madre, imperdibles, un par de pendientes de bisutería probablemente comprados como complemento ideal de un vestido, un viejo abanico de madera con su sonido rítmico contra el pecho de su madre, las gafas de coser con las patillas siempre flojas… Objetos que habían paseado inadvertidos alrededor de Alex toda la vida, objetos que prefirió incomunicar de nuevo cerrando de golpe el cajón antes de que empezaran a hablarle.

sábado, 28 de julio de 2012

CAPÍTULO 28 LOS VECINOS IMPARES. IX Los colores de Leo

Aunque ya había terminado el partido, la televisión seguía emitiendo la charlatanería de los comentaristas deportivos mientras se reproducían los goles y jugadas más destacadas. Buena parte de los parroquianos ya se habían retirado y Leo recogía de la barra los platos vacíos y rebañados: el pollo al vino había sido muy bien despachado como tapa durante todo el día. Ya en el aperitivo algunos habían tomado una ronda de más por repetir. En cuanto a la tarta de melocotones, la señora Clara había tenido la picardía de colocarla en la vitrina justo antes de que las vecinas salieran de la misa que se decía por Manolo, el frutero, del que hacía un año de su muerte. Muchas de las señoras que salían ateridas de frío de la iglesia de Santa Irene, cruzaban la calle para premiarse tras el deber social cumplido tomando un descafeinado de sobre con leche caliente y, ya se sabe, siempre hay una golosa y varias antojadizas, así que apenas quedaron un par de porciones que se venderían al día siguiente en el desayuno con toda seguridad. Leo observó que las cámaras de los refrescos estaban algo más vacías que de costumbre, así que se afanó en rellenarlas a la mayor velocidad posible con el objetivo de poder tener todo recogido y listo para poder meterse en la cocina no más tarde de media noche. Seguía dándole vueltas a la misma cuestión: ¿cuál sería la comida favorita de Clementina? Creyó que la crema de langostinos con su color entre salmón y coral habría sido de su gusto, pero después sospechó que igual era más acertado algo más intenso y brillante y que el pollo al vino con su salsa entre el granate y el marrón tibio podría ser mucho más acertado. Una vez visto el resultado se dio cuenta de que, probablemente, las dos opciones anteriores eran como dos caminos demasiado largos que ni siquiera le dejaban cerca de su destino. Así que hojeó los libros de cocina de principio a fin hasta dar con la tarta con su cobertura naranja y brillante de melocotones barnizados con mermelada. Ahora, que llevaba todo el día dándole vueltas, empezaba a pensar que había sido un poco ingenuo al considerar que en la repostería estaba la respuesta: no era ése el tipo de dulzura que ella transmitía.

martes, 24 de julio de 2012

CAPÍTULO 27 LOS VECINOS IMPARES. V Un otoño alemán.

- Adelante, Clementina, pase, por favor. - Sólo quería enseñarle… - Espero ansioso sus comentarios. Dígame. Clementina permaneció en el umbral de la puerta y le tendió el libro que traía de la biblioteca que Alfredo Velasco tomó con cuidado, tratando de ni siquiera rozar uno de los dedos de Clementina. - ¿Dagerman? - Sí, Dagerman. - Me deja sin palabras. - No es lo que yo había imaginado. Nada de lo que he escrito vale. Nada. - La verdad es que no sé qué ha podido pasar. Nunca me había pasado esto. No sé qué decirle, pero le puedo prometer que no lo conocía y nada más lejos de mi ánimo que… ¿No pensará ahora usted…? - Yo no pienso nada. - Es una de esas coincidencias lamentables. Alfredo Velasco dio la espalda a Clementina y avanzó hasta el cuarto de estar para dejarse caer en su sillón de trabajo, esto obligó a Clementina a entrar en la vivienda del vecino. - Esto es tan desagradable. Le importaría dejarme el libro para leerlo, es lo mínimo que puedo hacer. - Lo he tomado prestado de la biblioteca. - Sólo será por un día, se lo prometo. Qué bochornoso es todo esto. Me siento avergonzado y lo cierto es que… no hay motivo porque ha sido una casualidad, una enorme casualidad. Clementina pensó que su vecino no sabía hasta que punto había sido una enorme casualidad. Le hubiera gustado contarle en ese momento su historia con aquel libro pero su naturaleza se lo impedía. - No sé, Clementina, en qué lugar queda nuestra colaboración tras este suceso. Clementina permaneció en silencio, aquello era una pregunta pero ella no sabía qué responder, así que miró al suelo durante unos segundo mientras sus dedos rascaban nerviosos el interior de los bolsillos de su chaqueta color calabaza, esperando que el vecino fuera capaz de encontrar una respuesta para su propia pregunta. - Si pudiéramos volver a intentarlo. Verá, tengo aquí mismo algunas cosas en las que he estado trabajando últimamente. Ya le digo que no es gran cosa, algunos bocetos. Alfredo Velasco, no tuvo que moverse demasiado, sólo inclinarse un poco para rebuscar en una de las montañas que flanqueaban su sillón y liberar otro pequeño libro de tapas negras que ofreció a la vecina. Clementina lo tomó sin saber muy bien si quería o no quería volver a hacerse cargo de aquella responsabilidad de nuevo; se sentía confusa y, sobretodo, impresionada por la lectura por fin de aquel libro con el que se había reencontrado. Sin embargo, Alfredo Velasco notó el brillo de la curiosidad en los ojos de Clementina.

jueves, 19 de julio de 2012

CAPÍTULO 26 LOS VECINOS IMPARES. V Violeta y Ámbar

Ámbar atravesó de un salto el cuarto de estar desde el respaldo del sofá hasta la puerta de la calle cuando escuchó el rasguño de la llave de Violeta en la cerradura. Eran más de las dos de la madrugada y Violeta no entendía cómo el tiempo había trascurrido de una manera tan extraña. El avión retrasado, el largo trayecto desde el aeropuerto al tanatorio que había supuesto atravesar longitudinalmente la ciudad, semáforos, semáforos, algún que otro desvío equivocado... Después aguardar junto a aquel hombre alto, con el pelo extremadamente corto para disimular las entradas y la calva de la coronilla. Su apariencia era la de un inseguro profesor de secundaria. Al filo de las doce había empezado a llegar algunos parientes lejanos, desorientados. Uno por uno, hubo que aclararles que Violeta era la vecina, sólo la vecina. Cuando por fin alguien informó de que podían entrar en la sala, Violeta se quedó sola en el amplio corredor con grandes cristaleras que miraba a una de las carreteras de circunvalación de la ciudad. Pasados unos minutos, Alejandro salió de la sala, pálido, sin lágrimas pero pálido. Varios de los parientes lejanos le animó para que aprovechara para ir a la cafetería y comiera algo antes de que empezaran a llegar más parientes, los compañeros de la banda de su padre y el hermano mayor, todavía de camino. Alejandro buscó con la mirada a Violeta que permanecía algo más alejada pero aún atenta. Juntos y en silencio avanzaron por el amplio pasillo hacia el punto donde los ascensores conducían a la cafetería del recinto. En la cafetería comentaron lo incómodo que había sido moverse por el aeropuerto Charles de Gaulle debido a las obras, que ya iban para año y pico, hablaron de lo bien que estaba aquel tanatorio con la certeza de que, ni el uno ni el otro, conocían ningún otro. Así, un minuto tras otro fue pasando hasta que cuando se iba completar una hora, alguien algo mayor que el propio Alejandro, alguien más bajo pero con el mismo aspecto de docente, entró por la puerta de la cafetería. También traía la cara algo mas desencajada que la de Alejandro y le acompañaba quien Violeta figuró que eran su mujer y su hija. Pero si hubo algo que extrañó a Violeta aquella noche fue regresar a casa de noche, sola. En el perchero de la entrada ninguna chaqueta ni debajo ni encima de la suya. Ninguna otra mano que encendiera la luz de la sala de estar antes que la suya propia.

sábado, 7 de julio de 2012

CAPÍTULO 25 LOS VECINOS IMPARES. VII La naturaleza de Clementina

La bibliotecaria había empezado a apagar las luces. Clementina levantó la cabeza del libro, ya apenas le quedaban una docena de páginas para terminar su lectura. Pasó por el mostrador para solicitar el préstamo todavía con los ojos llenos de las palabras que habían dejado su corazón dolorido. Por el camino de vuelta a casa Clementina fue recordando todo los detalles. Una mañana su abuelo debió haber vuelto a casa con aquel libro en la pequeña bolsa de deporte en la que solía traer y llevar la fiambrera con la cena. Cuando le despidieron de Marconi, se empleó como conserje de noche en un imponente edificio de apartamentos de lujo. Allí se hospedaban muchos extranjeros pudientes que pasaban temporadas en el país por motivos de trabajo y también señores de negocios que alquilaban sobretodo los áticos a los que arrastraban a las secretarias de turno un par de horas tres veces a la semana. Los señores de negocios eran muy generosos y siempre por Navidad el abuelo recolectaba una buena cantidad de dinero en propinas que guardaba celosamente en un rincón del armario de su dormitorio, entre las cananas y sus aperos de ir de caza. Su intención, bastante ingenua, era mantenerlo lejos del alcance de su mujer. Ella, evidentemente, sabía de la existencia de ese depósito que ella utilizaba como caja de resistencia y casi todos los finales de mes tenía que coger dos o tres billetes. Habitualmente, la abuela de Clementina era tan hábil haciendo las previsiones de pagos y cobros, que conseguía restituir el dinero antes de que pudiera darse cuenta. Los extranjeros, al marchar, solían dejar en los apartamentos enseres que iban comprando durante su estancia en el país y que después era inviable añadir a sus abultados equipajes, por lo que los conserjes se los repartían de una manera más o menos equitativa. Fruto de esas particiones fueron llegando a la casa una pequeña plancha eléctrica, varios pares de zapatillas de felpa, un transistor, muchos bolígrafos, revistas y varias docenas de libros en distintos idiomas entre los que estaba aquel. Clementina recordaba que el libro fue y vino varias veces porque su abuelo se lo prestó a varios de los amigos. Éstos, cuando lo devolvían, intercambiaban con el abuelo escuetos comentarios porque Clementina estaba delante. También recordaba a su abuela una tarde leyendo alguna página con sus gafas de coser puestas, mientras creía a Clementina distraída con dibujos animados. - ¿Qué? - Pues como nosotros, ¿o es que nosotros no hemos padecido lo nuestro? Y así, Clementina, fue imaginando que aquel libro seguro que contenía una historia muy triste, pero no como las de los folletines de la radio que escuchaba su abuela por la mañana, sino tenía que ser de cosas serias como gente que muere o algo así. Cuando Clementina estaba ya estudiando en el instituto y un día le pidió a su abuelo unos de sus chalecos de traje porque era la moda y todas las chicas llevaban uno y apareció el libro allí, en el armario de su abuelo, ni siquiera entonces, intentado protegerla de la crueldad y el dolor, le permitió leerlo. Con esa misma ingenua actitud jamás su abuelo le habló de la guerra ni de la miseria que había malherido de por vida a toda aquella generación. A Antonio Sánchez Narbona.

martes, 3 de julio de 2012

CAPÍTULO 24. LOS VECINOS IMPARES. VIII Los colores de Leo.

Aquel sábado de mediados de octubre el día se levantó oscuro. En la calle todo habría estado inmóvil si no hubiera sido por un ligero aire que movía pausadamente las ramas de los árboles, ésa era toda la actividad; apenas algún coche y poco autobuses intentaban reanimar la avenida. No eran todavía las ocho de la mañana cuando la señora Clara introducía la llave en la cerradura de la puerta trasera del bar. Pero, extrañamente, el doble cerrojo de la puerta no estaba echado. Por un momento, sintió que el corazón se le volcaba en el pecho al imaginar que Leo había olvidado cerrar esa puerta la noche de antes y que alguien podría haber entrado. Antes de abrir la puerta, pegó su nariz a la ventana de cristal biselado: una figura se movía en el interior de la cocina. Un segundo vuelco del corazón que ya casi le subía por la garganta. La figura del interior ahora se acercaba a la puerta y la abría. - ¡Leo! - ¿Qué pasa? - ¿Que qué pasa? Me has dado un susto de muerte. - Iba a acercarme a la churrería a por el pedido. - ¿Hasta qué hora has estado con Nata?. No habrá más gente ahí dentro. La señora Clara entró en la cocina sin esperar ninguna respuesta a sus preguntas. - Pero… ¿qué es todo esto? - Es que… al final me enrollé aquí, probando unas cosas y a Nata se le hacía tarde… - ¿Has estado aquí toda la noche? - Sí. Pero ya está casi todo fregado y recogido. - ¿Y qué has estado haciendo? – formuló una nueva pregunta pero antes de recibir la respuesta de su hijo fue levantando las tapas de las ollas que descansaban exhaustas sobre los fogones tras la dura noche de cocción. - Encontré los libros de recetas al fondo de los estantes que están sobre el arcón. - ¿Has estado toda la noche cocinando? - Bueno, primero estuve leyendo los libros. Para entonces, si siquiera Leo se oyó a sí mismo pronunciar esta última justificación porque la señora Clara abrió con tal fuerza el cajón de los cubiertos que cucharas, cuchillos y tenedores tintinearon a la vez, todos excepto la cuchara que tomó para probar el contenido de la primera de las agotadas ollas. - ¿Has hecho crema de langostinos? - Sí. - ¿Y esta olla? - Es pollo, pollo al vino. - ¿Toda la noche para hacer esto? - También hice una tarta con unos melocotones en almíbar que había en la despensa. - No me lo puedo creer. - ¿Me ha salido muy mal? - No, a ti no. A mí es a la que le ha salido mal, a ver qué hacemos ahora con toda esta comida. Y aquí por lo menos hay dos pollos cocinados para tirar a la basura. - A lo mejor… - Anda, ve a por los churros, que se hace tarde. Yo voy a… congelar la crema y a ver qué hacemos por el pollo. Leo salió por la puerta de la cocina al instante y sin rechistar. La señora Clara volvió a destapar la olla del pollo, inspiró el vaho repleto de aromas que todavía desprendía y volvió a llenar la cuchara con aquella salsa extremadamente sabrosa y cálida que había conseguido su hijo.

sábado, 23 de junio de 2012

CAPÍTULO 23. LOS VECINOS IMPARES. IV Un otoño alemán.

Clementina llegó al recinto vallado con su explanada delantera de cemento donde se ubicaba la biblioteca pública. Una hilera de decenas de “U” invertidas esperaban pacientemente desde hacía años a usuarios en bicicleta, mientras ya caía el sol, seguro que la formación de vocales cabeza abajo, pensaba: “nada, hoy tampoco”. El edificio era tan moderno y acristalado, que para acceder a la sala de lectura y los pasillos de libros, había que subir una sería de rampas que crujían en algunos tramos. Dado que era viernes por la tarde y el curso académico no había hecho nada más que empezar, en la sala de lectura había pocas sillas ocupadas: algún jubilado que pasaba la tarde hojeando grandes volúmenes de arte o geografía intentando, tal vez, ubicar la historia y localización de su pueblo natal, y algún estudiante de segundo curso de biología al que todavía le duraban los buenos propósitos que se había fijado para el nuevo año académico. A los jubilados, los bibliotecarios no les dejaban que, una vez consultado un volumen, lo quisieran volver a poner con su mejor voluntad en la estantería de donde lo habían cogido; así que les recordaban siempre que los dejaran en los carros que había repartidos por la sala, porque nunca los volvían a poner en su sitio exacto. A pesar de que había unos cuantos ordenadores en los que se podía localizar exactamente el pasillo y estante donde estaba cada libro de la biblioteca, Clementina prefería siempre abrir los estrechos y largos cajones de los archivadores de madera e ir pasando una a una las fichas, en este caso las correspondientes al cajón “TÍTULOS O-P”. Y allí dio con un nombre: DAGERMAN, Stig, la pista definitiva.

martes, 19 de junio de 2012

CAPÍTULO 22. LOS VECINOS IMPARES. IV Violeta y Ámbar.

A Violeta le costó bastante dar con las llaves del coche, y más aún con Ámbar saltando de su hombro a los cajones del aparador, del aparador al mueble de la entrada y de ahí otra vez de vuelta al hombro de Violeta. Con su actitud juguetona parecía estar mofándose del carácter desordenado de su dueña. ¿Y si el coche ni siquiera arrancaba? No recordaba cuándo fue la última vez que lo movió. Tal vez fuera en agosto, cuando hicieron juntos aquel estúpido viaje. Entonces se dio cuenta de que, probablemente, las llaves siguieran en el bolso de loneta que solía usar en verano. Aún no sabía por qué se había ofrecido a ir al aeropuerto a buscar a aquel desconocido. De alguna manera, se había sentido obligada a ello tras haberle dado la noticia de la muerte de su madre. Ella y sólo ella le había sacado de la rutina de un día como cualquier otro con su llamada. Desconocía la relación que aquel hijo tenía con su madre, y aún así sintió que el hecho de que alguien estuviera esperándole en el aeropuerto y le acompañara después al tanatorio, podría consolarle a él y redimirla a ella, la mensajera de la noticia. “Los médicos que vinieron en la ambulancia han dicho que ha sido un fallo cardiaco. Le han tenido que haber dado varios infartos en los últimos días” ¿Quién era ella para pronunciar esas palabras?, ¿quién era ella para formular ese reproche? Al fondo del armario, dio con el bolso y, en su interior, las llaves del coche. Cogiendo al vuelo la chaqueta que esperaba paciente desde hacía muchos días en el perchero de la entrada, Violeta cerró la puerta de la calle tras de sí dejando a Ámbar allí, sentada sobre sus patas traseras y mirando fijamente la puerta que se acababa de cerrar, a la espera del regreso con noticias. Y dos calles más allá, Violeta consiguió arrancar su pequeño coche rojo metalizado. Y tomó la vía de circunvalación dirección al aeropuerto que a esas horas, cerca de las once de la noche, presentaba un tráfico inexistente. Por primera vez en el día desde que se habían desatado los acontecimientos y ahora que conducía después de tanto tiempo, pensó: qué incómodo aquel último viaje junto a él, qué horrible la lentitud del coche a su lado. Aquella lacónica conversación que consistía en enlazar una queja con la siguiente: las maletas demasiado grandes, demasiado pesadas, la hora de salida demasiado tarde y con demasiado calor. El hotel horriblemente lejos del centro y caro para ser una habitación tan pequeña. Y volver a casa, al “hola, amor” tras el trabajo, al irritante sofá demasiado blando, a la ropa de cama doblada a medias una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez.

domingo, 17 de junio de 2012

CAPÍTULO 21. LOS VECINOS IMPARES. VII Los colores de Leo.

Los viernes, los clientes que comían en el bar de la señora Clara acudían pasadas las tres de la tarde y alargaban la sobremesa con cafés y licores de hierba. Entre el ruido de la cafetera, se coló la sirena de una ambulancia y luego de otra. Ambas se detuvieron dos portales más allá, justo enfrente del de Clementina, por eso Leo no pudo evitar asomarse a la puerta del bar, eran casi las cinco de la tarde y había cierto trasiego de madres y niños que volvían del colegio y de señoras que tiraban del carro de la compra hacia el mercado. Pero nadie puso mucha atención a las ambulancias: en ese tramo de la avenida vivía mucha gente mayor, así que no era extraño verlas llegar a toda prisa con su escándalo de luces y sirena, dejando un rastro de perros aulladores, y marchar en silencio. - Leo, que dicen los del taller mecánico, que si no les vas a invitar a una ronda. - ¿Eh? - Los del taller, que como es viernes y muchos viernes les invita tu madre… - Sí, Nata, ponles una ronda. - ¿Qué ha pasado? - No sé. - Oye, Leo. - Qué. - Que por qué no te vienes luego conmigo a un concierto. - No sé, Nata. Leo continuaba allí apostado en la puerta del bar, sin quitar ojo al portal de Clementina, sin prestar la mínima atención a la voz de su prima. - Joe, te podías venir. Si te lo vas a pasar guay con mis amigos. - Ya. - ¿Oye? Nata, que no se conformaba con las respuestas vacías de Leo, salió con energía a la calle y se puso enfrente de su primo. - Leo, ¿te vas a venir, entonces? - ¡Que no sé, Nata, ya veré cuando recojamos! En ese momento, cuando Leo ya se disponía a reanudar su trabajo en el interior del bar, se apostó justo detrás de las ambulancias una patrulla de policía. Ahora sí que algunos vecinos empezaban a interesarse por el suceso y se arremolinaban junto al portal o se asomaban por las ventanas aquí y allá. Y justo entonces, cuando ya Leo se disponía definitivamente a abandonar su vigilancia, ella salió del portal, pero no en camilla, no, sino más bien primero azorada y luego con prisa de zafarse de la vista de los viandantes y vecinos curiosos. Clementina se perdió calle abajo. Leo volvió al otro lado de la barra y mientras colocaba sobre la bandeja los vasos de chupito y la botella de licor, sonrió pensando en Clementina saliendo del portal. Aquella noche, cuando ya estuviera todo el bar recogido, tendría por delante todo el tiempo del mundo y toda la cocina para él. ¿Cuál sería la comida favorita de Clementina?.

jueves, 14 de junio de 2012

CAPÍTULO 20. LOS VECINOS IMPARES. VI La naturaleza de Clementina

Los días se iban haciendo cada vez más cortos, pero como Clementina llegando el frío salía menos de paseo por las tardes; cuando no se quedaba en el almacén a hacer horas, se le hacía eterna la espera de la llegada de la hora de la cena. Así que esa tarde, haciendo gala de su naturaleza disciplinada y responsable, la pasó escribiendo en el cuaderno titulado Un otoño alemán de Alfredo Velasco aquello que recordaba haberle contado en el rellano. Tuvo serias dudas respecto a si sería mejor escribir con bolígrafo o con lápiz. De hecho, si no le hubiera parecido tan embarazoso, habría llamado al timbre de la puerta contigua para preguntárselo directamente a su vecino. Después de recorrer la casa de punta a punta varias veces mientras buscaba sus lápices y bolígrafos, se lavaba las manos en el baño, iba a la cocina a llenar un vaso hasta el borde de zumo de naranja, decidió que lo mejor sería escribir en folio aparte que le entregaría junto al cuaderno intacto. Y por fin Clementina se sentó y escribió. Escribió como si sólo tuviera que rememorar. Empezó describiendo un antiguo cementerio en alguna pequeña ciudad alemana, explanadas llenas de estrechos caminos de tierra cubierta por las hojas secas de árboles muy muy viejos que parecen estar ahí junto a las tumbas para acompañarlas. Apenas ha amanecido y hay una ligera niebla y entre las lápidas, a lo lejos, se distingue una figura grisácea, alguien tal vez llegado de lejos exclusivamente para visitar aquel lugar, aquella tumba tan similar a las demás. Clementina se sorprendió de que las palabras escritas por su vecino le sugirieran aquello que había escrito con su letra redondeada y en renglones tan derechitos que siempre se esforzaba en hacer. ¿Por qué un cementerio? Ella ni estaba familiarizada con esos lugares ni sentía ninguna atracción tampoco. ¿Qué es lo que le había llevado a describir ese sitio? Ella ni siquiera conocía Alemania. ¿y por qué esa figura?, ¿quién era?. Se recostó en la silla y mientras se bebía el zumo decidió que lo mejor para despejar aquellas dudas sería investigar.

domingo, 10 de junio de 2012

CAPÍTULO 19. LOS VECINOS IMPARES: VI Los colores de Leo

La noche anterior la señora Clara se sintió cansada y con fuertes dolores de estómago. Antes de que fuera más tarde, a las once de la noche, llamó a su sobrina Nata para que al día siguiente ayudara a Leo en el bar. Nata, hija del hermano de la señora Clara, estudiaba en la universidad; así que, trabajar días sueltos siempre le venía bien: se libraba de la rutina de las clases y le proporcionaba algo de dinero que gastaba en cosas como bolsos baratos de plástico, salidas nocturnas y tatuajes, todo aquello que horrorizaba a sus padres. Leo entró por la cocina del bar con las bolsas de la carnicería sin una idea muy precisa de cómo debía sentirse tras el encuentro que había tenido con Clementina en el mercado. ¿Debía estar contento por haberla vuelto a ver?, ¿triste por la escueta conversación que habían mantenido?, ¿eufórico porque ella le tomó de la mano? Leo tuvo que dejar esta confusión aparcada al instante porque allí estaba su madre con el rostro algo más pálido de lo acostumbrado y sus ojos grises algo más brillantes de lo normal pero... allí estaba preparando el adobo del pescado para el menú del día siguiente. - ¿Has traído el magro para hacerlo con tomate? - Pero mamá, ¿no te ibas a quedar en casa? - ¿Y quién preparada el menú de mañana? Además, ya estoy mejor. - ¿Qué te ha dicho el médico? - Nada, los médicos siempre dicen lo mismo. Vamos, guarda lo que traes, ponte un delantal y ven para acá, que me vas a empezar a ayudar de verdad. - ¿Cocinar? - Sí, cocinar. Esto no debería ser difícil para tí. - Ya sé que te lo habré visto hacer cien veces pero... - Bueno, pues ya es hora de que empieces a ponerle atención. - Pero... - Deja de poner "peros" y empieza. Y Leo se puso un delantal por primera vez. Y se colocó junto a su madre frente a la encimera de la cocina y así, siguiendo sus indicaciones con respecto al orden y cantidad de las especies e ingredientes, preparó el adobo por primera vez. Y por primera vez, hundió sus manos en la mezcla que ya cubría los trozos blandos tratando de, cuidadosamente, colocar los de abajo arriba y los de arriba abajo para que todos se impregnaran por igual. No pensó que cuando terminara y dejara el pescado en la nevera para macerar fuera a sentir una gran impaciencia: ya quería que fuera mañana para ver el resultado. - ¿Y ahora? - Quítate el mandil y sal a la barra, que Nata se vaya ya para casa. Leo obedeció y mientras ya recogía algunos vasos y tazas de la barra y de las cuatro mesas, una nueva confusión se iba abriendo camino en su cabecita: ¿y su aquello de cocinar fuera algo parecido a la pintura? No sabía cómo ni de qué manera pero le pareció que... o no. En fín, ¿qué sabía él?.

martes, 5 de junio de 2012

CAPÍTULO 18. LOS VECINOS IMPARES: III Violeta y Ámbar.

Tras pensar por unos segundos a dónde llamar, Violeta marcó el 112 en el teléfono y esperó sin tener demasiada esperanza de que su boca fuera capaz de emitir algún sonido inteligible cuando alguien respondiera al otro lado del cable. Después de tres tonos, alguien al otro lado: “Urgencias 112, dígame”. Y Violeta: “le llamo de la avenida Cerro del Águila, nº 16. El vecino me ha venido a avisar porque cree que… bueno, creo que su mujer… ha fallecido”. Si bien a Violeta le parecía que había sido todo un éxito el arranque, después la operadora le amedrentó preguntándole detalles que ella no podía facilitar; “cómo ha sido”, “qué edad tiene la paciente”, “cuánto lleva sin respirar”, “¿ha visto se presenta signos de violencia?”, “el marido de la paciente, ¿estaba con ella cuando ha perdido el conocimiento?”, “¿ha intentado reanimarla?”. Y Violeta, intentando guardar la calma, no por ella, sino más bien por el anciano que observaba desde el salón con atención: “verá, son dos personas muy mayores y el marido está desorientado, creo que hasta me confunde con su mujer, aunque le ponga al teléfono, no creo que él pueda responder a nada”. La operadora no parecía muy conforme con las explicaciones de Violeta, así que guardó silencio durante unos segundos y, finalmente, como si cediera ante una petición caprichosa, como si aquella situación que había descrito Violeta hubiera ablandado su estricta aplicación de la normativa vigente, indicó que enviaba una ambulancia al instante. Violeta colgó el auricular y volvió a acercarse al anciano, fue ahora él quien inmediatamente tomó las manos de ella. - ¿Qué te han dicho?, ¿la podremos enterrar aquí, Rosa? - Sí, no te preocupes. Ellos vienen ahora y se encargan de todo. - ¿Y mis hermanos? Qué raro que no hayan llegado todavía. ¿Y si están en la estación esperándome? - Seguro que ya no tardan. - Ahora cuando solucionemos lo de los papeles y vengan tus padres, me acerco a la estación a ver si es que llegan con retraso. Si es que no están acostumbrados a viajar y… con el disgusto… Qué pena, Rosa, que ya se ha ido mi madre. El anciano volvió a llorar sin soltar las manos de Violeta quien, allí de rodillas frente a aquel hombre empezó a sentir cómo las lágrimas también ardían en su cara. El escándalo de la ambulancia ya a la altura del portal cortó el llanto de Violeta. Se asomó por la terraza del cuarto de estar, el enfermero que bajó antes del vehículo la vio hacer una señal con la mano y decir, en voz no muy alta o a gritos, Violeta no supo cómo lo dijo: “es aquí”. Tras el bullicio de la ambulancia y el grito o no de Violeta, se sucedió el ruido de las correderas de las ventanas que se abrían aquí y allá en la fachada porque los vecinos querían saber. Violeta zafó sus manos de las del anciano para abrir la puerta de entrada al médico y a los enfermeros. En el quicio de la puerta de su casa, Ámbar permanecía sentado, lamiéndose las patas con desgana esperando a que se sucedieran los acontecimientos de los que se sabía espectador de excepción.

viernes, 1 de junio de 2012

OBSEQUIOS PARA LOS LECTORES DE LOS VECINOS IMPARES

Muchas, muchas gracias a todos los que habéis dejado vuestros comentarios. Para que pueda hacer el envío de vuestros obsequios a todos y cada uno de vosotros, os ruego que me anotéis vuestra dirección postal y nombre completo mediante un email a la dirección losvecinosimpares@yahoo.es. ¡Gracias de nuevo a todos!

jueves, 31 de mayo de 2012

CAPÍTULO 17. LOS VECINOS IMPARES: V Los colores de Leo.

No eran todavía ni las seis de la tarde y ya arrancaba el camión cuando Leo se dio cuenta de que, una vez más, al repartidor se le había olvidado darle el albarán. Los camiones le hacían acordarse de su padre, claro que el que él conducía era mucho más grande y con un remolque de loneta azul en la que ponía Transporte Merino porque no era suyo. Entre ruta y ruta, su padre solía dejarlo aparcado en el descampado que había detrás de casa y que ya no existía. Merino era el dueño de ése y de varios más. No es que Leo hubiera oído hablar mal a su padre de Merino, pero de noche, a veces se desvelaba y escuchaba entre sueños a su padre discutir con su madre y en muchas ocasiones él pronunciaba la misma frase: “dichoso camión que no es ni mío”. Quizá por eso Leo no sentía atracción ninguna por aquel vehículo por el que cualquier otro niño se hubiera sentido fascinado. Sólo sentía cierta atracción cuando su padre hacía las rutas a Francia o a Alemania. Esos días la señora Clara y él, ya con el pijama puesto, cenaban pronto y le dejaba ver la televisión hasta que por fin, ya cerca de las diez de la noche sonaba el teléfono. Su madre entonces le ponía el auricular en la oreja para que su padre le contara cómo había cruzado los Pirineos o atravesado la Selva Negra. Eso sí que fascinaba a Leo. Y una tarde de febrero en la que Leo acababa de volver del colegio, Merino se presentó en casa. Habló con la señora Clara en el recibidor, pero sólo después de que ella cerrara la puerta del cuarto de estar donde Leo veía la televisión mientras mordisqueaba una rebanada de pan con Nocilla. Su madre y Merino se murmuraran, ella rompió a llorar. Leo sólo la oyó decir: “dichoso camión que no era ni suyo”. Cuando ya todo pasó la señora Clara, con el dinero de la indemnización tomó el traspaso del bar y ya después para Leo, no hubo más tardes de ver la tele después del colegio mordisqueando rebanadas de pan con Nocilla.

domingo, 27 de mayo de 2012

CAPÍTULO 16. LOS VECINOS IMPARES. III Un otoño alemán.

Alfredo Rudel, en su butaca hacía un buen rato que no conseguía concentrarse en su trabajo y era algo anómalo, muy anómalo en él. Desde que había dado las cuatro de la tarde, lo único en lo que ponía atención era en escuchar el ruido de la puerta de al lado. Llevaba días esperando a que Clementina llamara a su timbre y le dijera algo del nuevo material que le entregó días atrás. Su ansiedad crecía por momentos. Nadie como él sabía lo difícil que era encontrar buenos colaboradores, auténticos colaboradores. Había tenido muchos a lo largo de su carrera. Primero estuvo Celeste con su fe ciega en él. Tan abnegada en su labor, tan rubia, tan risueña y linda. Se sentaba junto a la única ventana de la única habitación de aquel piso minúsculo y triste desde el que no se veía el mar, a pesar de estar tan cerca y leía durante horas y horas en la tarde las páginas que él escribía de noche. Celeste, siempre joven. Luego llegó el desamor, la ginebra con tónica, los hoteles de cinco estrellas, los derechos de autor, las ventas, las firmas, las entrevistas en los suplementos dominicales. O, ¿todo empezó con aquel cuento? Querido Roberto: Espero que te encuentres cómodamente instalado en el viejo caserón y, sobre todo, que te sientas en él como en tu propia casa. Te recuerdo que si tienes algún problema con la calefacción o con cualquier otra cosa, no dudes en decírselo al señor José: él es el único que entiende esa vieja caldera. Yo, por mi parte, tengo que decir que he encontrado delicioso tu apartamento. Es casi como lo había imaginado. Me gusta porque está situado en una calle concurrida y, sin embargo, la vista de los tejados que disfrutaba desde el estudio era tan apacible. Cada edificio se me antojaba un hierro magnético del que me atraían los dos polos: por un lado los portales, los bares y tiendas de barrio de los que la vida sale a borbotones y por otro, los sugerentes tejados, ensartados de antenas y alcanzados sólo de refilón por algún grito doméstico o sintonía televisiva. Sin embargo, no creo que pueda permanecer en él el tiempo convenido. Créeme, las tres primeras semanas trabajé de firme en la traducción. Aprovechaba las mañanas para leer, dormir, hacer la compra, cocinar, pasear… en fin hacer todo aquello que no fuera traducir, actividad a la que me entregaba desde las dos o las tres de la tarde hasta la puesta del sol. Sólo entonces paraba, abría la ventana del estudio y observaba cómo la oscuridad caía sobre los tejados. Y sólo cuando la oscuridad de la noche se había habituado a las luces de las farolas y de las cocinas, cerraba la ventana y cenaba para después continuar con mi trabajo hasta bien entrada la madrugada. Fueron veintidós días maravillosos. Las palabras saltaban de un idioma a otro y encajaban perfectamente como las piezas de un puzzle. Un gran puzzle que no me ofrecía ninguna resistencia hasta que el vigésimo tercer día llegué a aquella maldita expresión. Consulté en todos mis diccionarios, desde el último Vox actualizado al vetusto Rafael Reyes y no había manera de dar con la palabra o expresión castellana que englobara aquellas dos palabritas que se levantaban como un muro infranqueable: “boiteux turbulent”. Fue entonces cuando caí en la debilidad. Abrí decidido mi maleta y, sin causar el menor desorden –haciendo gala de ese falso control que me caracteriza- busqué un paquete de cigarrillos, ése que llevo siempre conmigo para demostrar que sólo fumo cuando quiero, no porque lo necesite. Volví rápidamente al estudio, abrí las ventanas e infligí profundas caladas al cigarro mientras creía ver saltar a los gatos en los tejados. Pero eran gatos demasiado grandes, demasiado voluminosos, con unas extrañas protuberancias en el lomo. Cuando terminé mi cigarro, comencé a observar a aquellos animales con más atención y me di cuenta de que no se movían como gatos, sino que más bien andaban sobre dos patas, aunque con dificultades. También advertí que aquella protuberancia de su espalda no era otra cosa que un suerte de bolsa marsupial en la que transportaban no sé qué cosa. Del grupo de seis u ocho individuos, algunos se deslizaron por las chimeneas, otros se asomaron a las ventanas superiores de los edificios y uno de ellos, percatándose de mi presencia, se giró sobre sí mismo y comenzó a mirarme fijamente. No sé cuanto tiempo estuvieron sus ojos clavados sobre los míos, sólo sé que eran negros, pequeños y que tenían algo que me atraían, una suerte de perversidad. Cuando se cumplió ese tiempo indeterminado, aquel ser más parecido a un simio que a un gato, guardó algo en su bolsa marsupial y desapareció de un salto. Yo, en cuanto pude salir de la estupefacción, cerré la ventana y salí a toda velocidad por la puerta del apartamento en busca de un trago que celebrara la seductora perversidad de aquella mirada. Y desde aquel día vigésimo tercero no he dejado de salir ninguna noche a beber. En realidad debía decir ninguna tarde, pues si bien las mañanas las aprovecho para leer, dormir, hacer la compra, cocinar, pasear… en fin hacer todo aquello que no sea estar de vaso en vaso, bebiendo y departiendo con todos los que me encuentro en este círculo, actividades a las que me entrego desde las dos o las tres de la tarde hasta el amanecer. Y es por esto por lo que debo abandonar tu apartamento y esta ciudad. Pensé que dejar atrás por un tiempo mi casa y mi pueblo me beneficiarían y conseguía reforzar mi frágil voluntad, sin embargo ésta parece haber cumplido su amenaza y haberse quebrado en mil trozos o… simplemente haber sido sustraída. Por todo lo expuesto, espero que puedas comprender y disculpar que desee quebrar el compromiso que adquirí contigo y tengas a bien abandonar mi caserón lo antes posible. Por mi parte, salgo hoy mismo hacia mi pueblo y me instalaré en la pensión de la Plaza de los Cuatro Caños hasta que estés listo para volver a la ciudad. Sin otro particular, un afectuoso saludo. Aquel relato publicado en un diario y que “ponía de manifiesto la rebuscada pobreza de su autor”, según la crítica, fue el principio del final. Así que, Celeste se quedó en la ventana intentado ver el mar, aunque sólo fuera de lejos y un solo trocito emborronado con el azul del cielo. Así pensaba que habría permanecido durante todos estos años: siempre joven y siempre mirando junto a la ventana. Qué simpleza la suya. Pero ninguna como Celeste. Ninguna. ¿Dónde estará?, ¿qué estará haciendo?. Últimamente, todos los días, en algún momento, Alfredo se hacía esas preguntas. Ayer fue mientras colocaba las toallas limpias en el armario, y antesdeayer cuando se calentó un poco de café a media tarde y el día de antes, por la noche, cuando cayó rendido de sueño en su butaca. Eran cerca de las cuatro de la mañana cuando se despertó sobresaltado, la lluvia caía fuera con fuerza y empezó a sentir frío y entonces recordó a Celeste con su chaqueta de lana de grecas en blanco y azul con grandes botones de madera. Y ya no pudo dormir de nuevo hasta que los ruidos de las puertas empezaron a abrirse para cerrarse con fuerza, y luego zapatazos acelerados bajando escaleras, los autobuses por la avenida y la rutina de cada mañana que arrancaba fuera, le trajo de nuevo a su mundo irreal.

miércoles, 23 de mayo de 2012

CAPÍTULO 15. LOS VECINOS IMPARES. V La naturaleza de Clementina

Las mujeres charlaban frente al puesto de la carne del mercado con un ojo en la conversación y otro en el mostrador donde estaba expuesto el género como si estuvieran tratando de descubrir algún misterio escondido entre las distintas piezas de carne. Así las veía Clementina. Ella miraba fijamente al frente, tratando de pasa desapercibida, pero al estar ligeramente por detrás del resto del público, tenía una buena panorámica del grupo. - Leo, espera un momento, que tengo ahí lo de tu madre. Despacho a esta señora y te lo saco. - Gracias, Jesús Leo ya había visto de lejos a Clementina con su abrigo color calabaza antes de llegar al puesto de la carne y las piernas le habían empezado a temblar inmediatamente y el corazón le latía muy deprisa. Ahora que estaba quieto, esperando su paquete, era mucho pero, porque sus piernas temblaban con mucha fuerza; cualquiera podría notarlo, pensaba él. ¿Ella le habría visto?. Y ahora, ¿qué tenía que hacer?, ¿acercarse y decirle algo? A lo mejor no le había reconocido, el otro día estaba tan malita que… De repente, Clementina giró la cabeza hacia donde estaba él, esperando tembloroso y rígido. Leo notó su mirada y, como respondiendo a un acto instintivo, volteó su cabeza hacia ella y sonrió con los ojos tanto como con la boca y pensó: qué suerte haberse levantado esa mañana, qué suerte que su madre no se sintiera bien y le pidiera que fuera él a la carnicería, qué suerte estar en el mundo a apenas doscientos metros de ella. Clementina no sabía porqué le devolvió la sonrisa a aquel chico del que le sonaba la cara, ¿pero de qué le conocía? A lo mejor era un vecino del edificio, aunque… no le recordaba o… sí. Lo que sí parecía seguro es que se habían visto antes. Las mejillas de Clementina iban tomando su acostumbrado color cereza pero, sin embargo, no podía apartar la vista de los ojos negros de Leo y tampoco podía dejar de sonreírle. - Hola. - Hola. - ¿Estás mejor?. - Sí, gracias. - Me gustó mucho tu casa. - ¿Mi casa?. - Si, ¿no recuerdas?. Te ayudé a subir. - Ah. - Y… a entrar. - Ya. - Y también… a meterte en la cama. - Si. - ¿Haber? – y Leo, obediente, extendió las manos para que ella las pudiera reconocer, primero con los ojos y después deslizando una de las suyas por una de las de él. - Así que eran tuyas. - Sí. - Aquí tienes, Leo. Te lo apunto, ¿no?. - Sí, luego viene mi madre a pagarlo. - Muy bien. - Gracias. - Bueno, me tengo que ir. - Adiós. - Adiós. Y Clementina se quedó allí inmóvil, con su mejillas arreboladas y con unas ganas inmensas de llorar, ¿por qué se había ido?, ¿se habría asustado?. No era capaz de entender porqué le había acariciado la mano. Tampoco sabía porqué, de repente, se sentía tan triste y abandonada. - ¿Quién va ahora?. Cómo podía echar de menos a alguien que no conocía. - Niña, ¿no te toca a ti?. - ¿A quién atiendo? - ¡A mí! - Dime, guapa, qué te pongo. - Una chuleta de ternera blanca. - Muy bien, una chuletita de ternera blanca, así de buena. ¿Y si no le volvía a ver nunca más? Tampoco sabía cómo se llamaba ni dónde vivía. Debía de ser alguien que estaba en el bar la mañana que se puso mala. - ¿Algo más?. - Sí, también cuatro filetes de cinta de lomo, pero me los cortas muy finitos. A lo mejor venía todos los miércoles a la carnicería a esta misma hora. Las seis y catorce minutos. Clementina cerró los ojos para apuntar mentalmente: “los miércoles a las seis y catorce”. Bueno, mejor sería volver el próximo miércoles un poco más pronto, por si acaso: a las seis en punto. - ¿Así están bien?. - Sí. - ¿Algo más? - Nada más. - Muy bien, bonita. ¿No quieres llevarte unos pinchos morunos? Son de los que se lleva Leo para el bar de su madre. - Muchas gracias. - Mira te pongo uno para que lo pruebes, a éste invita la casa. - Muchas gracias. Y Clementina cogió su bolsa y salió a la calle donde el cielo comenzaba a pintar una franja naranja pegada a la línea del horizonte y echó a andar hacia casa por el camino más largo que conocía. Sonreía. Le escocían los ojos, como si hubiera estado llorando durante mucho rato.

jueves, 17 de mayo de 2012

CAPÍTULO 14. LOS VECINOS IMPARES. II Un otoño alemán.

Clementina empezaba a sentirse mejor, mucho mejor. Muchos caldos, muchos zumos y mucho descanso, era todo lo que le había recetado don José Luis por teléfono. Como ella lo había cumplido al pie de la letra, el domingo amaneció con ganas de salir a pasear. La mañana estaba fría pero lucía ese sol de otoño que, no calienta, pero sí anima. Mientras preparaba su ropa antes de meterse en la ducha, recordaba haber soñado mucho los días de atrás: el cuaderno de tapas negras tirado en medio de la acera y empapado bajo la lluvia, que ella trataba de proteger con una sombrilla de papel de esas pequeñitas que ponen en los cócteles en las películas. Y una pesadilla que se había repetido varias veces era una en la que estaba dentro de una taza gigante de té pero, a pesar de que humeaba, no podía parar de tiritar de frío. Y luego, en otro sueño, caminaba con dificultad apoyando todo el peso de su cuerpecito en otro cuerpo más grande, hasta llegar a unas escaleras muy empinadas. Y una sensación agradable de unas manos grandes y cálidas que tocaban sus brazos y sujetaban su cabeza por la nuca. Y ya no recordaba cómo seguía. Cosas de la fiebre, nada más. Clementina que estaba preparada para salir de paseo, pero por miedo a volver a recaer, volvió a la cocina y tomó un segundo zumo de naranja antes de salir de casa y también, decidió meter un pequeño paraguas en su enorme bolso color azafrán. Así, aunque de repente el sol se escondiera detrás de las nubes más negras y se pusiera a llover a cántaros, ella estaría preparada. Justo cuando salía de casa, intuyó el ruido de la cerradura de la puerta de al lado y antes de que Clementina pudiera evitar el encuentro de alguna manera, bien volviendo a entrar en casa o bien volando escaleras abajo, ya estaba frente a ella Alfredo, sonriente, con sus gafas de pasta en equilibrio sobre el caballete de su nariz. - Buenos días, señorita Clementina. - Buenos días. - Justo en este momento iba a su casa. Tengo curiosidad por que me cuente. ¿Qué?, ¿qué le pareció?. - Pues… - Bueno, igual tiene prisa. - Sólo iba a dar un paseo –respondió Clementina, incapaz de inventar un pretexto ni siquiera para disolver aquella tertulia de rellano para la que no estaba preparada. Le hubiera gustado ensayar qué decir a Alfredo, llegada la situación, pero con la fiebre… no había tenido ocasión ni energía para hacerlo; ésa era la pura verdad. - Oh, no me diga que no ha tenido tiempo de ver mi regalo. - Sí, sí que lo he visto, Lo que pasa… - No le ha gustado. - No, no. Quiero decir, sí, sí que me gustó, pero es que he estado enferma y… - Vaya, entiendo- le interrumpió Alfredo con la cabeza baja como con aire decepcionado-. En cualquier caso es sólo un boceto, ya sé que igual… debería darle otra vuelta, ¿verdad?. - Pienso que es…. que es bonito. - ¿Le pareció bonito?. - Bueno… yo no sé muy bien qué es. Quiero decir… entiendo que es un título, ¿no? - Exacto, señorita. - A mí me pareció… no sé- añadió Clementina observando de reojo el tramo de escaleras por el que le anhelaba volar hacia el portal. - No, dígame, por favor. - Bueno, es que es una tontería- y las mejillas de Clementina empezaban a tomar el tono cereza de los días de mercado. - Yo no creo que vaya a decir ninguna tontería. - Creo que… debe ser una historia que empiece en algún parque, con estrechos caminos de arena entre explanadas de césped cubierto de hojas secas, todo lleno de colores naranjas, ocres y marrones. Y árboles, muchos árboles, muy altos y muy viejos. Bueno, a lo mejor no es un parque sino… un cementerio. De repente, Alfredo se quedó muy serio, y observó a Clementina sorprendido y deslumbrado, cosa que la asustó un poco, sino fuera porque, a veces, las compañeras del almacén la miraban igual cuando les localizaba alguna referencia en los estantes que ellas antes habían revisado una y otra vez. - Señorita, ¿usted es del oficio? - ¿Cómo? - Sí, quiero decir que si usted también es escritora. - No. - Pues lo hace muy bien. Bueno, quiero decir, es evidente que no usa la misma técnica que yo, eso es una originalidad mía- sonrió Alfredo intentado demostrar cierta humildad, que no consiguió transmitir. - Es lo que se me ocurrió cuando lo leí. - Ya, entiendo. Entonces, ¿tiene algún inconveniente en apuntar en el cuaderno lo que ha dicho ahora mismo?. - Puedo hacerlo, pero ahora me tengo que ir. - Sí, sí, claro. Perdone. Que pase un bien día señorita. - Gracias. Adiós. - No, mil gracias a usted. Si no le importa, me gustaría que leyera otras obras mías, si para usted no es mucho inconveniente. - ¿Yo? - Si, claro, usted. No tiene inconveniente, ¿verdad? - Bueno. - ¿Sí? Gracias de nuevo, mil gracias. No la entretengo más. Hasta luego, señorita. Clementina por fin, voló por las escaleras hacia el portal y cuando finalmente puso el pie en la calle, sus mejillas agradecieron el fresco de la mañana de domingo. Eran algo más de las diez de la mañana y Clementina avanzaba decidida hacia el final de la calle, a la parada del bus. No tenía nada claro hacia dónde iba pero, fuera cual fuera ese sitio, estaba resuelta a llegar a él.

domingo, 13 de mayo de 2012

CAPÍTULO 13. LOS VECINOS IMPARES: IV Los colores de Leo.

- ¿Eso dijo tu madre? Al fin y al cabo tiene razón, los cacharros son sus herramientas de trabajo y merecen un respeto. - Pero no tiene que preocuparse, porque también me ha dicho que puede venir a comer o a cenar siempre que quiera. Sin pagar, claro. - Pero, ¿cocinarás tú? - Bah, yo sólo sé fregar, poner cañas, poner cafés y…poco más. - Bueno, dile a tu madre que se agradece, pero no tendré que preocuparme durante una temporadita por los cuartos: llevan tiempo interesados en adquirir un par de cuadros míos y… por fin se decidieron. La Real Academia de las Artes. - ¿Va a ver dos cuadros suyos en la Real Academia de las Artes? Pero eso suena muy importante. ¿Se pueden ir a ver?, esa academia, ¿qué es, como un museo? - Bueno, no significa nada, la academia siempre está realizando nuevas adquisiciones para su colección, nada más. - ¿Y qué cuadros les ha vendido? - Bah, dos aguamarinas que pinté hace mucho tiempo y que siempre le gustaron a mi amigo Anglada. - Cuánto me alegro, Bernardo. Además, estando allí los verá mucha gente, nunca se sabe. - Si, nunca se sabe. Vamos, Leo, a trabajar, que se te va la luz. Así que Leo, abrió su maletín y comenzó a esparcir todas sus pinturas y pinceles en el parque, en un montículo de césped sobre el que Bernardo y él quedaban todas las tardes. Desde allí no había una vista especialmente bella: una autopista y mucho cielo, eso sí. Ahora que había empezado a intuir algunos avances, con bastante esfuerzo, eso sí, había retomado con muchas ganas las clases con Bernardo. Lo que encontró Leo en el maletín era algo que nunca hubiera esperado: su madre le había metido un paquetito de papel de plata que contenía casi una docena de unas palmeritas de hojaldre que doña Clara tenía mucha afición a hacer. - Primera me regaña por sacar comida del bar y ahora… me esconde la merienda en el maletín como si fuera un niño. Se lo echaría ahora mismo a los pájaros si no fuera porque le han salido riquísimas. Pruébelas, Bernardo, le van a gustar. - No, muchas gracias. - De verdad, Bernardo, tiene que probarlas. - He comido hace apenas una hora, pero… bueno… ya que insistes. Vamos, Leo, pinta. Luego dices que cómo vas a pintar el cielo si cambia todo el rato… - Sí, es muy difícil, pero sé que se puede hacer. - Vaya, ¿ese cambio tan repentino? - Es que el otro día… - Están deliciosas, Leo. ¿Las hace tu madre? - Si, las hace ellas, casi todos los días. - ¿El otro día…? - ¿Qué? - Que qué me decías del otro día. - Nada. Pero aquel “nada” de Leo era uno de esos nadas que son un todo. Porque desde días atrás, justo desde el momento en que atravesó la puerta de la casa de Clementina y pudo contemplar aquel cielo casero y dócil que ella atesoraba en su cuarto de estar, se sentía libre, como salvado, pero también había algo que le asustaba tanto… aunque todavía no sabía bien qué era. Leo sí sospechaba que ese temor que estaba enganchado a su estómago, tenía algo que ver con el instante en que tuvo que despojar a Clementina de parte de su ropa. También se vio obligado a manipular aquel cuerpecito febril para meterlo en la cama y, mientras lo hacía, Leo soñó una vida entera junto a Clementina. Bernardo, aunque según decía acababa de comer, engulló los hojaldres de doña Clara en lo que Leo tardó en plantar varios pegotes de pintura en su paleta: azules, grises, blanco y negro; también algo de naranja, porque el sol comenzaba a desprenderse del cielo.

jueves, 10 de mayo de 2012

CAPÍTULO 12. LOS VECINOS IMPARES. I Violeta y Ámbar

Violeta cerró violentamente el libro y Ámbar, el gato negro, asustado, saltó desde la cama al suelo y se perdió pasillo adelante. Le había parecido oír el timbre de la puerta. Pero no, ahora que ponía atención, no. Tuvo que haber sido en la casa de al lado o en la de arriba o en su cabeza. Desde el día que Ámbar se escapó por la terraza y se pasó todo el día de zascandileo a pesar de la lluvia, Violeta había hecho notables progresos: sólo dormía hasta las nueve o diez de la mañana, luego simplemente se quedaba en al cama. También, empezaba a volver a hacer tres comidas al día, y eso ya era. El avance más notorio es que había puesto una lavadora el día anterior, es cierto que aún no la había tendido, pero eso sí que ya era. Sin embargo, la quietud y el silencio apenas envolvieron a Violeta unos minutos, y de nuevo aulló un timbre. Esta vez no era en otro piso, no era en su cabeza, sino que era allí, en su puerta. Trató de contener el rugido, que ahora volvía a repetirse, metiendo la cabeza debajo de la almohada, de la sábana y del edredón, aunque eso le costara tener que respirar con dificultad, pero de nuevo un tercer timbrazo y luego un cuarto y luego golpes en la puerta. Así que Violeta, corrió hacia la puerta y a través de la mirilla vislumbró un anciano, bastante alto y corpulento, que se sujetaba con dificultad en el marco de la puerta con ambas manos. -Perdone que la moleste, pero mi mujer…no se encuentra muy bien. Con esto del embarazo, anda todo el día agotada y no se puede levantar de la cama, a ver si no le importaría recoger a los niños cuando vaya a por el suyo; y así espero yo aquí al médico. Violeta no entendía nada. Siempre pensó que en la casa vecina vivía una señora mayor, sola. Tampoco sabía de qué le estaba hablando aquel anciano que se dirigía a ella con una extraña mirada, entre perdida y asustada; pero sin embargo, sus palabras sonaban con determinación, como intentando hacerse cargo de resolver con solvencia aquella situación. -Si quiere pasar a verla… Mientras el anciano intentaba explicar que a su mujer en todos los embarazos le pasaba igual, se agotaba con facilidad, agarró a Violeta del brazo con sus dos manos y la arrastró al interior de la casa de al lado. El anciano la condujo a través del salón hasta el fondo de la casa donde había un pequeño cuarto de estar y de allí a la habitación que estaba a la izquierda, pared con pared con su propia habitación. El dormitorio estaba en penumbra y en la cama estaba la señora mayor, ésa con la que Violeta había coincido alguna vez en el rellano y que siempre dio por sentado que vivía sola. Se acercó despacito a la cama y, enseguida, se dio cuenta de que aquella mujer, menuda de pelo blanco y rizado, que descansaba su cabeza hacia atrás en la almohada y tenía la boca media abierta, estaba muerta. -No sé dónde ha puesto esta mujer el teléfono del médico. Violeta, sin decir nada, obligó al anciano a sentarse en el sillón del salón, él parecía ahora más desorientado y asustado y la miraba en silencio, como intentando reconocerla. Violeta, de rodillas, se puso frente a él y durante unos segundos, allí observándole entendió que tenía que decir algo, lo que fuera, pero… ¿qué podía decir? -Rosa, mi pobre madre… me hubiese gustado despedirme de ella. Y mis hermanos sin llegar. Lo mejor es que baje a la cabina y avise al Santo Entierro, a ver qué solución nos dan, porque llevarla al pueblo, de ninguna manera, ya pueden decir mis hermanos lo que quieran, a ver qué hace ella allí solita, que no podamos ir a llevarla ni unas flores para los Santos. Violeta no sabía qué decir, sólo le cogió las manos al anciano que comenzó a llorar en silencio. -Los niños mejor que se queden con la vecina, Rosa. Le pasas los pijamas y que mañana los lleve al colegio con su chiquillo. Allí es donde mejor van a estar mientras esté aquí mi madre. -No te preocupes por nada, tú descansa aquí que yo me ocupo de todo. -Pero, Rosa, de qué vas a ocuparte tú en tu estado. Dejó al anciano sentado en el sillón y Violeta buscó por el cuarto de estar y por el pasillo hasta dar con un teléfono. Algo tendría que decir a quien fuera de lo que había pasado.

martes, 8 de mayo de 2012

¡GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS!

A todos los que seguís las historias de LOS VECINOS IMPARES en mi cuaderno oropéndola. Si te gusta y apetece, deja un comentario en el capítulo que más te haya gustado o menos contando porqué y... recibirás una regalo, pero de verdad, de los que te entrega el cartero y hacen tanta ilusión: un capítulo de LOS VECINOS IMPARES en una edición muy especial hecha a mano. Tenéis todo el mes por delante para dejar vuestros comentarios y al finalizar mayo, me pondré en contacto con vosotros para realizar el envío.

jueves, 3 de mayo de 2012

CAPÍTULO 11. LOS VECINOS IMPARES. IV La naturaleza de Clementina

Clementina no fue consciente de que alguien manipulaba su cuerpecito. Sólo percibió unas manos grandes que primero liberaron uno de sus brazos y luego otro del peso del paño empapado. Las mangas del abrigo que chorreaban agua rozaban constantemente ambas muñecas produciendo una corriente de malestar y frío que recorrían todo su cuerpo hasta llegar a la espalda, que cada vez sentía más dolorida. Así que, cuando le liberaron de esa sensación, se esbozó una sonrisa en su boca y en sus ojillos medio cerrados. Dada su naturaleza, sólo en un estado febril como en el que se encontraba, pudo resistir algo así, el contacto físico con alguien. Afortunadamente, la señora Clara actuó con la diligencia que la caracterizó toda la vida: con paciencia y tiempo, y a pesar de las interrupciones de los clientes que reclamaban su café, su cambio, su tostada o su cuenta, consiguió que Clementina le dijera que vivía en el portal número 7 de aquella calle, que vivía en el primer piso letra b, que tenía sus llaves en el bolsillo del abrigo y que sí, que necesitaría ayuda para llegar a su casa. Así que, envolvieron su cuerpecito en una chaqueta de lana de la señora Clara y Leo, a pasito lento, recorrió junta a ella los escasos doscientos metros que separaban el establecimiento del portal de Clementina. La sujetó con destreza a lo largo de la estrecha escalera hasta llegar a la primera planta y luego, mientras abría la puerta del piso. Sólo estuvo a punto de dejarla caer, cuando accedieron desde el pequeño recibidor al salón de la casa, pero no fue por negligencia o fatiga sino por la impresión que para él, un apasionado de los colores, le produjo el descubrimiento de aquel espacio: un pequeño salón cuyas paredes lucían en tonalidades en azul que simulaban un cielo de una tarde de verano rociado de nubes blancas y esponjosas aquí y allá. El mobiliario estaba compuesto por un sofá cubierto por una colcha color naranja; delante de él, uno palets de obra pintado también en naranja y con un cristal encima hacía de mesa baja. Un poco más allá una pequeña mesa redonda y dos sillitas en color naranja, y en la pared principal un pequeño mueble con baldas y un pequeño televisor del mismo color.

domingo, 29 de abril de 2012

CAPÍTULO 10. LOS VECINOS IMPARES. II Solo de trompeta

Mientras echaba la llave a la puerta después de que saliera de la chica de asistencia, Rosa pensó que debía comprarle aunque fuera un franquito de colonia en la droguería de Fernando. La muchacha se portaba muy bien con ellos y era tan dispuesta y limpia... A Rosa lo que de verdad le gustaría es poder ir a Galerías Preciados como hacía antes, cuando a él le daban la paga de verano y la de Navidad. Cuando él se iba a la fábrica y los chicos se habían marchado también a clase, dejaba la comida preparada, se arreglaba y se iba paseando hasta la boca del metro. Deambulaba por los mostradores de la perfumería y olía todos y cada uno de los perfumes, también tenía la costumbre de subir a la planta de señoras y se probaba los abrigos que sabía que nunca se podría comprar, con tres hijos en casa y estudiando… qué capricho se iba a dar, esos ratitos sólo para ella le eran suficientes. Después, antes de volver a casa con el tiempo justo para calentar la comida y poner la mesa a los chicos, compraba en una tiendecita de ultramarinos de Moncloa morcilla de su pueblo, que sólo vendían allí y que a él le gustaba tanto en las lentejas, y unos suizos tan blanditos para la merienda de los chicos, cuando eran pequeños a veces les traía unos sobre de cartón que contenían esos muñequitos de plástico de indios y vaqueros. Y en esos recuerdos andaba Rosa, cuando él apareció en la cocina con un gesto de preocupación en la cara y los ojos repletos de la ternura de siempre: - Rosa, he estado hablando con el encargado de lo del préstamo y me ha dicho que con las próximas nóminas que ya vendrá reflejado el aumento, que seguro que en su banco nos dan el préstamo para el piso. Y si no nos lo dan, nos miramos una casita de alquiler, aunque sea en las Palomeras. Que yo le agradezco a tu padre que nos tenga aquí, pero… esos no son apaños, Rosa, y cuando venga el chiquillo a ver cómo nos vamos a apañar. - Pero Alejandro, sí ya estamos en nuestra casa. - Que sí, que yo entiendo que tu quieras estar cerca de tu madre, pero ya no podemos seguir aquí los siete metidos, y yo no sé que manía te ha entrado con lo del préstamo, todo el mundo firma letras, mira mi hermano…tan tranquilo en su casa sin tener que… - Claro que nos dieron el préstamo, ¿no te acuerdas? Tu padre nos tuvo que avalar con su casa, pero nos compramos este piso. Y después de Juanillo, nació Pablo y después Alejandro. - ¿Alejandro? - Sí, nuestro pequeño. - ¿Nuestro pequeño?. - Sí, ven que te enseñe- Rosa cogió de la mano a Alejandro y le condujo hasta el salón donde ella conservaba el aparador de caoba de su madre que trajo consigo de Nador. Allí estaban todas las fotos en marcos de distintos tamaños de sus tres hijos, algunas en blanco y negro siendo bien pequeños, otras de la graduación, de sus boda, con sus hijos… Docenas de instantes atrapados en papel. - Mira, éste es Juanillo, cuando nació todavía no nos habían dado el piso pero Pablo y Alejandro, que es éste, ya nacieron aquí. - ¿Y dónde están?. - Juanillo vive en Mallorca. Se hizo militar y también es músico, como tú. - ¿Vientos?. - Sí, la trompeta, igual que tú. - Pablo está en Londres, es biólogo, pero ya prontito, gracias a Dios, se le acaba la excedencia y volverá. Y Alejandro está en París. -¿París?, ¿y qué hace ese niño tan pequeñito en París?. - Ya no es pequeñito. Ahora es un hombre, tiene dos hijos y es pianista, como tu madre. - Qué habrá sido del piano de mi madre. Mira que nos lo teníamos que haber traído, Rosa, por muy caro que fuera embarcarlo, no deberíamos haberlo dejado allí. - Pero si con las 16.000 pesetas que nos dieron por la casa, casi no teníamos para venir todos a Madrid, como para habernos traído el piano… - Si me dejaras ir a Barcelona con la banda… podría sacar en sólo una temporada por lo menos el doble. - Te lo dije hace cincuenta años y te lo digo ahora, ¿tú sólo?, ¿sin tu mujer en Barcelona?, ¿medio año? Antes me voy a fregar de casa en casa de día y de noche con mi avon. - Voy a hacer un poquito de dedos. - ¿De verdad que vas a ser capaz? - Como cada día, si supiera dónde has dejado mi trompeta... Esta mujer y su manía de esconderlo todo… como si no supiera de sobra que el instrumento no hay que perderlo de vista nunca. Estoy harto de decírselo. Rosa observó como Alejandro se alejaba de ella con su paso torpe y volvió a la cocina. Sabía que en el trayecto que separaba el salón del cuartito de estar, se le habría olvidado ya lo que buscaba y para qué lo buscaba. Así que, terminó de colocar el platito de lentejas, el vaso de agua, la servilleta, la cuchara y las medicinas en la bandeja. Ya eran casi las dos de la tarde.

miércoles, 25 de abril de 2012

CAPÍTULO 9. LOS VECINOS IMPARES. I Un otoño alemán.

Clementina alargó su mano temblorosa hacia el timbre de la puerta contigua. Ya sentía como sus mejillas ardían en un tono cereza. Lo único positivo de todo aquel suceso es que, aquella tarde le había costado un poquito menos de esfuerzo tender la ropa en el patio interior. Su cabecita había estado todo el rato tan inquieta dándole vueltas a la visita forzada al vecino… Sonó el ding-dong y su corazón latió con tal fuerza, que le preocupó que saliera disparado de su pecho. Unos segundo interminables y… por fin alguien abrió la puerta. - ¿Sí? - Buenas tardes.  - Buenas tardes.  - ¿Es… es usted Alfredo Velasco? - Si, dígame.  - Es que dejaron en mi buzón por equivocación este paquete que es para usted. Yo… vivo aquí, en la piso de al lado.  Alfredo Velasco era un hombre que aparentaba menos edad de la que tenía, tal vez entre cincuenta y sesenta años; más alto de lo que en realidad era; podría estar cerca del metro setenta; y menos inteligente de lo que parecía. Clementina no recordaba haberse cruzado nunca con él, ni en el portal, ni en las escaleras. Era delgado y llevaba unas gafas de pasta que hacían equilibrios sobre la punta de su nariz; por encima de ellas observó a aquel ser menudo que apretaba contra su pecho un paquete de cartón, con fuerza, como si intentara taponar con él una herida abierta. - Ah, muchas gracias, señorita. No sé porqué el nuevo cartero no se molesta en subirlo y entregarlo en mano. Es incorregible. Con Cristina nunca tuve estos problemas. Los paquetes siempre deberían entregarse en mano, ¿no cree? - Sí. - Se lo agradezco mucho. Lo que contiene este paquete es algo muy valioso, ¿sabe? Un auténtico manuscrito único. Así que, espere un momento, creo que merece una recompensa. - No, de verdad, no se moleste. - Insisto, señorita. Si no llega a ser por su urbanidad… Pase, por favor, a la biblioteca. Clementina, allí plantada en la puerta, sentía un ligero cosquilleo por las piernas y dar los pasos necesarios para entrar en la casa del vecino le iba a costar cierto esfuerzo, pero no tuvo valor para excusarse y volver a su casa. Lo que Alfredo Velasco llamaba “la biblioteca” no era más que un salón idéntico en dimensiones y distribución al suyo, de hecho se trataba del piso contiguo al de Clementina. No había un solo estante, balda o mueble que diera descanso a los libros; simplemente los cientos de volúmenes formaban montañas, algunas de más de un metro de altura, que se repartían aleatoriamente por la habitación, pegados a las paredes y entorno al sillón de piel que constituía el único mobiliario de la estancia. El vecino escrutó a través de sus gafas de concha algunas de las montañas. - Señorita… ahora es suyo. Clementina no se atrevió a preguntar, no se atrevió a abrir el cuaderno. - Muchas gracias. - Al contrario, señorita, gracias a usted. Ha sido muy amable. Quedo a su disposición para lo que necesite. Y ya me contará. - Sí, muchas gracias. - Me contará, ¿verdad? - Sí. - Estupendo. Que pase muy buena tarde, entonces. - Adiós. - Adiós, señorita. Perdone… no me ha dicho su nombre. - Clementina. - Encantado, señorita. Una vez en su espacio, a Clementina le faltó tiempo para abrir el cuadernito, pero antes tomó asiento en su sofá suponiendo que se trataría de leer; de leer y luego exponerle su opinión. Le gustó la idea de que alguien, por primera vez, contara con su opinión pero… ¿por qué ella?, ¿qué sabía ella? Es cierto que a Clementina le gustaba leer, sobretodo los cuentos, pero…Probablemente su vecino estaba interesado en conocer las impresiones del público general o…. algo así. Lo que descubrió al abrir el cuadernito es que todas las páginas estaban en blanco, todas excepto una frase escrita en la primera de ellas: “Un otoño alemán” como si fuera un título, pero… ¿el título de qué?. Clementina no entendía nada, ¿qué se supone que debería decirle al vecino?, ¿qué le contaría? Aquella situación inquietaba enormemente a Clementina y… no sabía que hacer. La noche ya había caído y algo de fresco comenzaba a notarse, de hecho ya estábamos a finales de octubre, la sesión de tarde de la filmoteca había empezado hace rato. Tampoco tendría hambre hasta mucho más tarde porque había comido con retraso, así que decidió dar un paseo por el parque; habría un montón de hojas secas por el suelo y le gustó la idea de caminar sobre ellas; así que Clementina se colocó su abrigo color calabaza y, aunque su cabecita siguió dándole vueltas al asunto del cuaderno titulado “El otoño alemán”, se marchó de casa.

sábado, 21 de abril de 2012

CAPÍTULO 8. LOS VECINOS IMPARES: Solo de trompeta.

Rosa se esforzaba en terminar de freír las rosquillas; porque desde que le hicieron la operación de la cadera, no llevaba muy bien estar mucho tiempo de pie. Pero lo que tenía todo el día era un nudo en el estómago. La comida no le pasaba desde hacía días, ni siquiera ese guiso de pasta con pimiento y zanahoria que aprendió de su suegra allí en Nador. Era como los fideos guisados que se hacía en su pueblo, pero ella lo hacía con macarrones, por eso de que era francesa, pensó siempre Rosa. Y ella lo hacía de tal manera que aguantaban estupendamente para la cena. Le echaba pimienta en grano y, aunque la pimienta no le hacía gracia a Rosa, siempre le gustó tanto a él, que no poner algunos granos, era como si él no contara ya en esa casa. Pero claro que él contaba, contaba tanto… La vida giraba entorno a él, a sus despertares, su apetito, sus ganas de hablar y, sobre todo, del año de sus vidas en el que amanecía. Había días tristes en los que él ni se inmutaba y había días mágicos en los que él vivía en los años en los que ellos eran unos recién casados que viajaban por Marruecos con la banda de un hotel a otro, él siempre pegado a su trompeta, fueran a donde fueran. Incluso las últimas veces que viajaron para pasar las navidades con el mayor, no había manera de que lo dejara en casa. Este hombre siempre ha sido muy cabezota. Es muy cabezota. Siempre en esta casa se ha hecho lo que él quería. Y luego también ha sido siempre muy celoso, hay cosas que no le gustaban y no podía ser. Ni en las bodas le gustaba que bailara con otros, ni con sus primos, o con un cuñado. Con nadie, ni siquiera con él, que no le gustó nunca bailar. Pero siempre hubo amor. A medida que Rosa sacaba las rosquillas de la sartén, las pasaba por un platillo donde tenía preparada una mezcla de azúcar fina con canela. Luego, las colocaba con mucho cuidado en una caja de lata, que después precintaría y empaquetaría afanosamente para acercarla a correos mañana, mientras estaba en casa la chica de la asistencia. Estaba deseando acabar y sentarse en el sofá un ratito al lado de él, que había estado todo el día sin abrir la boca. Por eso es que Rosa llevaba todo el día con ese nudo en el estómago.

miércoles, 18 de abril de 2012

CAPÍTULO 7. LOS VECINOS IMPARES. III La naturaleza de Clementina

En tres años nunca había faltado al almacén, pero no se atrevía a emprender el camino sabiendo que llegaría más de una hora tarde. ¿Qué iba a decirle a Blanca? Para Clementina excusarse diciendo que se había quedado dormida sonaba tan descabellado como contar la verdad. Entonces, después de unos minutos de indecisión y frío, mucho frío, tomó el camino de vuelta a casa. Sí, era lo mejor, llamar y decir que se había levantado con fiebre, cosa que no se alejaba tanto de la verdad puesto que empezaba a sentir un dolor puntiagudo en los riñones y en la espalda, y cierta flojera en las rodillas. Notaba las mejillas algo calientes; desde luego que estaban bien rojas, según pudo comprobar en el cristal de la tintorería de refilón al pasar, no estaba en absoluto color cereza. Por un instante, Clementina se alegró de sentir esa debilidad febril: así no estaría mintiendo. Esos escalofríos auténticos le serían de mucha ayuda a la hora de hablar con su jefa por teléfono.

Cuando se encontraba a dos portales de distancia del suyo, los escalofríos eran tan fuertes que la obligaban a andar a trompicones. Entró en el bar con la intención de sentarse unos minutos y tomar algo caliente.

Lo que no se esperaba Clementina es que el bar estuviera tan animado, de buena gana hubiera salido corriendo si sus piernas hubieran estado en condiciones de hacerlo. Todas aquellas personas en la barra rodeando su taza de café con ambas manos o afanados en sus tostadas de mermelada y mantequilla. Se dirigió a un pequeño hueco que había al final de la barra y la señora que trajinaba junto a la cafetera se dirigió inmediatamente a Clementina; tal vez porque su abrigo empapado color calabaza le llamó la atención o tal vez porque advirtió sus ojos febriles:

- Buenos días. Me pone...
- ¡Vaya enfriamiento que has cogido! Te voy a poner un café bien calentito ¡Leo!.
- No, no café no.
- ¿Prefieres un té? ¡Leeeeeo!
- Sí, un té.

Por fin Leo, que iba de mesa en mesa trayendo y llevando tazas, apareció junto a Clementina.

- Haz el favor de acercarle un taburete a la señorita, que no se encuentra bien y trae del botiquín un desenfriol.
- Es que... ahora mismo no hay ninguno libre.
- ¡Pues busca uno!, ¿no ves que necesita sentarse?

Leo se quedó un segundo mirando a aquella criatura menuda y de color naranja. Al instante, sin mediar palabra, echó las manos al taburete que ocupaba justo al lado de Clementina el señor Mariano, el de la gestoría. Se vio obligado a guardar el equilibrio sobre un pie y agarrarse fuertemente a la barra con la mano que le dejaba libre la taza de café, que en ese momento se llevaba a los labios y que acabó estampada en el suelo.

sábado, 14 de abril de 2012

CAPÍTULO 6. LOS VECINOS IMPARES. III Los colores de Leo.

A Leo le hubiera gustado esconder sus trastos de pintar en algún otro sitio. Aunque lo mejor hubiera sido subirlos directamente a casa, cualquier cosa antes de meterlos en la cocina de Clara; Leo ya sabía lo que le esperaba en cuanto su madre le viera cruzar con ellos la puerta, y así fue:

- ¡Hombre! El señorito por fin se digna a venir a ganarse el pan que se lleva a la boca. El pan y el pollo en pepitoria.
- Es que se lo llevé a Bernardo.
- A Bernardo.
- Le dije que le pagaría las clases de pintura de alguna manera.
- Pues dile a Bernardo que saque sus herramientas y vuelva a dedicarse a arreglar lavadoras, que es lo que ha hecho toda la vida; así es como la gente se compra su propio pollo.
- Él ya tiene otro trabajo, es pintor.
- Pues si lo le da de comer... no es un trabajo. Bueno, vamos a dejar la charla y sal a la barra. Yo ya marcho para casa. Ah, y dile a Bernardo que si quiere comer, que venga aquí, que no quiero que mis cacharros andes de la Zeca a la Meca.

Leo agachó la cabeza y salió a la luz blanquecina del salón del bar de la señora Clara por la puerta de la cocina que daba directamente al interior de la barra. Un salón cuadrado con media docena de mesas que ahora, en la tarde, permanecían vacías casi todo el tiempo. Sólo algunos parroquianos en la barra pasaban la tarde y la noche entre el soniquete del canal de televisión que emitía fútbol constantemente, las cañas de cerveza y los chistes reídos docenas de veces.
Como era una tarde de miércoles bastante anodina, sólo los parroquianos más resistentes ocupaban sus respectivos sitios en la barra. El señor Joaquín era el dueño del taller mecánico de la esquina, que ocupaba el loca contiguo al bar. Era un hombre de más de sesenta años, regordete, jovial y preguntón que bebía siempre vino tinto en copa alta de cristal; de hecho la suya, era la única copa alta que había en la cristalería de la señora Clara. Andaba siempre con traje y corbata y un fajo de billetes enorme en el bolsillo del pantalón, que aunque Leo veía cada día cómo lo sacaba y metía de su bolsillo, nunca dejaba de sorprenderle tal cantidad de dinero junto.
- Bueno, Leo, ¿qué andas pintando? Que ya me han dicho que eres artista.
- Sólo estoy intentando aprender.
- ¿Y qué pintas?
- El cielo.

Otro de los presentes, Víctor, aburrido de hojear el periódico del día anterior, se incorporó al interrogatorio.

- Pero si siempre estás pintando el cielo, ¿no? Ponme otra, anda.
- Es que es muy difícil, porque cambia a cada rato - tuvo que explicar Leo, mientras tiraba otra caña para Víctor.
- Joder, pos si esto todo azul. Podías hacer bodegones o, yo qué sé, paisajes. Pero. coño, sólo el cielo...
- Ponme a mí un vinito, anda. ¿No te gustaría hacer retratos? Antiguamente los pintores se ganaban bien la vida pintando a la gente. Y esos se están quietos, como pagan, quieren salir muy bien y se están muy quietecitos. A mí me gustaría tener uno. Si alguna vez te animas... te pagaría bien.
- Yo no creo que sepa, Joaquín, pero a lo mejor a Bernardo le podía interesar. Puedo preguntárselo.
- Ah, pues pregúntale cuánto me llevaría por un retrato. Bueno, mejor ya se lo pregunto yo cuando le vea por aquí.
- ¿Y qué vas a hacer con un retrato?, ¿colocarme en medio del taller?
- Oye, chaval...
- Te va a quedar de cine. Ahí, encima de los calendarios de las tías en pelotas, el retrato del fundador del Taller Mecánico Hermanos Gutiérrez.
- Un respeto, Víctor, un respeto.

Pero con Víctor, el encargado del supermercado que estaba la final de la calle, no era fácil llevarse bien. Apenas tenía un par de años más que Leo pero tenía esa picardía de los que han recibido muchos golpes de pequeño y se acostumbran a revolverse ante la menor amenaza, como en un movimiento reflejo, porque algo o alguien le había metido a fuego en su mollera que el que pega primero, pega dos veces.

Así era la rutina nocturna en el bar de la señora Clara para Leo: cañas, tapas, vinos y pocas comandas para la cocina, afortunadamente para Leo que, a pesar de haberse criado entre fogones todavía no tenía ni idea de cocinar.

miércoles, 11 de abril de 2012

CAPÍTULO 5. LOS VECINOS IMPARES. Violeta y Ámbar.

Violeta Robles salió del sopor del que llevaba presa toda la mañana cuando eran casi las dos de la tarde. Lo supo porque por de la terraza de la cocina, se escurrían hasta el fondo de la casa los olores de los guisos de toda la escalera. También porque justo debajo de su ventana escuchó el chirrido del cierre metálico de la panadería. Toda la mañana había estado escuchando también, entre sueños, el repìqueteo de la lluvia sobre el tejadillo metálico de la terraza; la lluvia y la matraca de autobuses que pasaban por la avenida sin dejar fluir tranquila el agua de la calzada hacia las alcantarillas. Tal vez habría dejado la puerta abierta y, si el gato no estaba por allí, bien tumbado en la almohada peinando con sus zarpas los mechones de su pelo desparramado o sobre su barriga adormilado, era porque se había vuelto a escapar. ¿Qué gato en sus cabales saldría con el agua que había estado cayendo?

Podía distinguir el olor algo rancio del cocido que cada jueves preparaba Esperanza, la fritanga de los filetes rusos de Inma, que era lo único que comían sus chiquillos con cierta solvencia, cosa de la que ella misma se quejaba insistentemente en esas conversaciones de tendedero cargadas de una falsa familiaridad.

Violeta decidió incorporarse de la cama. Fue el hambre lo que la animó. El hambre y la curiosidad por saber si el gato estaría adormilado encima de la ropa limpia, como era su costumbre, o si estaba tan fuera de sus cabales como para haberse escapado. El salón permanecía en esa penumbra tristona y grisácea de los días nublados; los platos de la cena y algún vaso sobre la mesita baja. Allí en la terraza las puerta estaba entornada, así que se disiparon todas sus dudas; se vistió con una rapidez inusual en ella desde hacía unos cuantos días y sin pensarlo dos veces cogió el llavero de los peces y marchó a la calle en busca de Ámbar.

Hacía rato que había dejado de llover, pero el cielo estaba muy muy oscuro, como si se fuera a hacer de noche. Se limitó a caminar despacio hasta completar una vuelta a la manzana, después se sentó en uno de los bancos que en hilera recorrían la calle, en el próximo a su portal. Decidió quedarse allí sentada, esperando, al menos mientras no lloviera. Ella era muy buena esperando.

sábado, 31 de marzo de 2012

CAPÍTULO 4. LOS VECINOS IMPARES. II Los colores de Leo.

Pero si Leo era un poco atolondrado era solo porque le llamaban la atención con mucha fuerza los colores. Él nunca había visto a nadie pintar ni se había criado entre artistas ni cuadros ni mucho menos; sino entre comida. Sólo le gustaban los colores, es todo. Animado por Bernardo, uno de los parroquianos del bar de la señora Clara y pintor aficionado, había empezado a tomar clases de pintura, aunque la primera lección no fue lo que Leo esperaba.
- Ya estoy.
- Muy bien.
- ¿Y ahora?
- Pinta.
- Ya pero...
- Observa y pinta.
- ¿El qué?
- ¿Qué va a ser?
- Yo pensé que usted me iba a enseñar. Cuando usted me preguntó si quería aprender a pintar yo pensé...
- Que yo te iba a enseñar.
- Claro.
- Pero, Leo, yo sólo sé pintar, no enseñar.
- ¿Entonces?, ¿ahora qué hago con el caballete y con los lienzos y toda esta pintura? Me he gastado todo lo que tenía.

Bernardo escuchaba las quejas de Leo sin apartar los ojos de su lienzo.
- YO sólo puedo decirte las cosas que hice yo para aprender.
- Claro, pero es que usted tiene talento. Si yo lo tuviera ya habría pintado algo.

Bernardo se mantuvo fiel a su actividad paleta y pincel en mano mientras se reía a carcajadas.
- Esto va a ser divertido.
- No hace falta que se ría de mí.
- Yo no sé nada de esas cosas.
- ¿Qué cosas?, ¿pintar?
- De eso que tu llamas talento. Yo sólo sé que un día quise pintar y tuve valor para hacerlo. Ahora sé valiente: dedícate a observar y cuando estés preparado pinta.
- ¿Qué tiene que ver el valor con la pintura? ¡Ahora sí que no entiendo nada!
- No entiende nada, pero hazlo en silencio.

Leo se levantó del pequeño taburete que componía su set de pintor y empezó a recoger sin dejar de mascullar más que resentido con tu fallido maestro. Descendió penosamente la montañita de césped tirando del taburete, de la bolsa con las pinturas y del caballete. Atravesó el parque y cruzó la calle en dirección al bar de la señora Clara, recorrido que completó con gran velocidad, gracias a la irritación que le había producido la primera lección de pintura.
Entró en el bar por la puerta trasera. Los visillos blancos de la ventana de la cocina bailaban al airecillo ligero y fresco de los primeros días de octubre.

domingo, 25 de marzo de 2012

CAPÍTULO 3. LOS VECINOS IMPARES. II La naturaleza de Clementina.

Un gato en sus cabales no se quedaría ahí, en medio de la acera, bajo esa lluvia de cascada doble. Clementina observaba extrañada y casi preocupada desde la parada del autobús. ¿Por qué ese animal pequeño no se resguardaba, aunque fuera debajo de un coche o en la parada del autobús? Es verdad que la marquesina estaba atestada de gente, algunos casi haciendo equilibrios sobre un solo pie porque no había espacio para más, pero seguro que lograba hacerse un hueco: era un gato muy pequeño. A lo mejor, el pobre animal, por su naturaleza de gato negro, prefería estar ahí solo y bajo la lluvia antes que incomodar a toda aquella gente. Pero, tal vez, no le importaba que alguien le resguardara de la lluvia con su paraguas; así que Clementina dejó a un lado la parada y avanzó hasta donde estaba el animal y allí se quedó, junto a él, compartiendo su pequeño paraguas con el pobre bicho que ahora empezaba a temblar, no se sabía si de frío o de miedo al verse bajo ese tejadillo color mostaza.
No supo cuanto tiempo estuvo allí esperando. Ya no se atrevía a dar media vuelta y dejarlo de nuevo a la intemperie. Eso no habría estado nada pero que nada bien. Lo cierto es que pasó el autobús de Clementina y después otros muchos. También pasaron las siete, y las siete y cuarto, y luego las siete y media y así hasta que su reloj marcó las siete y cuarenta minutos, momento en que por fin dejó de llover. Para entonces las mangas de su abrigo y los bajos de sus pantalones chorreaban agua. Clementina cerró el paraguas pero... todavía sentía cierto apuro de dar media vuelta dejando allí al animal que ahora se lamía las patas delanteras en un gesto que tenía algo de cursi, como jactándose con coquetería de haber sido el centro de atención de aquella desconocida durante casi una hora. Cuando el gato terminó de acicalarse, simplemente comenzó a alejarse con una tranquilidad que revelaba mucho desdén hacia su bienhechora.

martes, 20 de marzo de 2012

CAPÍTULO 2. LOS VECINOS IMPARES. Los colores de Leo

Leo se entusiasmó el día que empezó a percibir los objetos, los rostros, las manos, las luces y los colores de una manera distinta. Una taza encima de la barra eran contornos que iban del blanco lechoso de la porcelana a los grises que delimitaban de nuevo con el blanco brillante del mármol, sin dejar pasar por alto las sombras, a un lado u otro. Para la señora Clara aquel estado de embobamiento en que entraba su hijo era inaceptable y motivo de reprimenda que se iniciaba con un buen pescozón que devolvía a Leo al mundo en que una taza es una taza y si está encima de la barra hay que recogerla inmediatamente, fregarla, secarla y colocarla junto a la cafetera, en la parte de atrás si es de media o en parte delantera si es de las pequeñas.
- ¡Vamos, Leo, ya está bien de mirar a las musarañas!, ¿te crees que la taza se va a recoger sola? ¡Buen había tengo contigo!

sábado, 17 de marzo de 2012

CAPÍTULO 1. LOS VECINOS IMPARES. La Naturaleza de Clementina

1.- LA NATURALEZA DE CLEMENTINA:

Para Clementina, por su naturaleza, no era nada fácil asomarse a aquel patio interior. Era como internar su cabecita en un túnel plagado de ojos que seguían sus movimientos, de orejas que auscultaban sus continuos canturreos matutinos. Por eso, tendía su ropa cada miércoles y domingo muy concentrada en su misión, tanto, tanto, que la tensión hacía que apretara una mandíbula con otra y, casi, casi, aguantara la respiración. Camiseta naranja, pinza, pinza, tirar de la cuerda; calcetines mostaza, pinza, pinza, tirar de la cuerda; pantalones color teja, pinza, pinza, tirar de la cuerda... Anhelaba llegar al final del montoncito de ropa húmeda y bien oliente par volver a cerrar la ventana, y con ella, las fauces de las desconocidas fieras que la acechaban.

Clementina saludaba cada día cantando desde las sábanas tibias, pasando por el calorcito a jabón con agua caliente del baño y aún, seguía acompañada por la percusión de los borbotones de agua hirviendo que esperaban al té en la cocina...