martes, 24 de julio de 2012

CAPÍTULO 27 LOS VECINOS IMPARES. V Un otoño alemán.

- Adelante, Clementina, pase, por favor. - Sólo quería enseñarle… - Espero ansioso sus comentarios. Dígame. Clementina permaneció en el umbral de la puerta y le tendió el libro que traía de la biblioteca que Alfredo Velasco tomó con cuidado, tratando de ni siquiera rozar uno de los dedos de Clementina. - ¿Dagerman? - Sí, Dagerman. - Me deja sin palabras. - No es lo que yo había imaginado. Nada de lo que he escrito vale. Nada. - La verdad es que no sé qué ha podido pasar. Nunca me había pasado esto. No sé qué decirle, pero le puedo prometer que no lo conocía y nada más lejos de mi ánimo que… ¿No pensará ahora usted…? - Yo no pienso nada. - Es una de esas coincidencias lamentables. Alfredo Velasco dio la espalda a Clementina y avanzó hasta el cuarto de estar para dejarse caer en su sillón de trabajo, esto obligó a Clementina a entrar en la vivienda del vecino. - Esto es tan desagradable. Le importaría dejarme el libro para leerlo, es lo mínimo que puedo hacer. - Lo he tomado prestado de la biblioteca. - Sólo será por un día, se lo prometo. Qué bochornoso es todo esto. Me siento avergonzado y lo cierto es que… no hay motivo porque ha sido una casualidad, una enorme casualidad. Clementina pensó que su vecino no sabía hasta que punto había sido una enorme casualidad. Le hubiera gustado contarle en ese momento su historia con aquel libro pero su naturaleza se lo impedía. - No sé, Clementina, en qué lugar queda nuestra colaboración tras este suceso. Clementina permaneció en silencio, aquello era una pregunta pero ella no sabía qué responder, así que miró al suelo durante unos segundo mientras sus dedos rascaban nerviosos el interior de los bolsillos de su chaqueta color calabaza, esperando que el vecino fuera capaz de encontrar una respuesta para su propia pregunta. - Si pudiéramos volver a intentarlo. Verá, tengo aquí mismo algunas cosas en las que he estado trabajando últimamente. Ya le digo que no es gran cosa, algunos bocetos. Alfredo Velasco, no tuvo que moverse demasiado, sólo inclinarse un poco para rebuscar en una de las montañas que flanqueaban su sillón y liberar otro pequeño libro de tapas negras que ofreció a la vecina. Clementina lo tomó sin saber muy bien si quería o no quería volver a hacerse cargo de aquella responsabilidad de nuevo; se sentía confusa y, sobretodo, impresionada por la lectura por fin de aquel libro con el que se había reencontrado. Sin embargo, Alfredo Velasco notó el brillo de la curiosidad en los ojos de Clementina.

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