martes, 14 de agosto de 2012

CAPÍTULO 30 LOS VECINOS IMPARES. VIII La naturaleza de Clementina

El tiempo transcurría al ritmo vivaz y acompasado que marcaba el viernes a punto de dar las tres de la tarde. Las compañeras de Clementina se afanaban en su ir y venir para terminar los últimos pedidos del día. En el almacén cualquier ojo observador podía averiguar, tanto por el ritmo de trabajo como por el volumen de las conversaciones de las operarias, el día de la semana con poco margen de error. Las chicas comentaban entre ellas sus planes para el fin de semana, trataban de dilucidar si tacones o manoletinas o cuales eran las planchas más efectivas para alisarse el pelo. Clementina no solía participar en esos debates, más bien escuchaba como quien escucha en la radio la opinión de doctos entendidos que analizan con sumo detalle el acuerdo suscrito por gobierno y oposición. Pero aquel día permanecía absolutamente ajena a todo lo que le rodeaba que no fuera su trabajo y seguir dándole vueltas a los sucesos acaecidos en la tarde del miércoles. Se había esmerado por calcular el momento justo en que tenía que salir de casa para llegar a la carnicería del mercado entre las seis y las seis y cinco minutos. Se puso un brillo de labios anaranjado que le había entrado en el lote de Navidad del año anterior. Es verdad que luego se lo quitó con un cuadradito de papel higiénico porque le pareció tonto, pero justo después, se lo volvió a poner. Por el camino al mercado, el párpado del ojo izquierdo le empezó a palpitar: más nervios todavía y el peor de los augurios, creyó entonces Clementina. Solo dos clientas esperaban su turno ante el mostrador de la carnicería. Rezó por que los carniceros tuvieran aquella tarde una pesada digestión o estuvieran incubando una gran gripe, lo que les obligaría a trabajar muy muy despacio. Eran las seis y quince minutos cuando llegó el turno de Clementina que, ni se sonrojó cuando el carnicero le preguntó, más bien estaba pálida. Dos filetes de ternera blanca y cuarto y mitad de carne picada después, él seguía sin aparecer. Clementina pagó su compra, tomó la bolsa que el carnicero catapultó desde el otro lado del alto cristal del mostrador y él seguía sin aparecer. Después, sin dejar de mirar las baldosas de cerámica amarillenta avanzó hasta la puerta de salida y él seguía sin aparecer. - ¡Clementina! - ¿Sí? Las chicas se reían a carcajadas viendo la cara de susto con la que volteó la cabeza Clementina tan ensimismada en repasar los hechos que ni se había enterado de que hacía rato que llamaban su atención. - Que si te vienes esta noche con nosotras al Batukada. - ¿Yo? - Hoy se te va la pinza, eh. - A ésta se le va la pinza mogollón siempre. - No, no, la Tina está pensando en alguien, fijo. - ¿Qué dices?, ¿quién?, ¿quién?, ¿el transportista ése que es medio mulato? Tiene una espalda el tío… - Jejejeje, en ése piensas tú. - Pero qué dices, si yo tengo novio. - Se está poniendo toda colorada, jejejeje. - Huy, huy qué pillada está. - Bueno, venga, vente y nos cuentas quien es el pavo. Otras veces le habían insistido para que saliera con ellas, pero Clementina siempre tenía pretextos para evitar los botellones, las tardes en la piscina municipal, patear el centro de tienda en tienda durante las rebajas y las cenas en restaurantes de hamburguesas y costillas pringosas que solían ser los planes que más gustaban a las chicas del almacén. Todas fueron recogiendo sus puestos a velocidad y algunas, incluso, ya iban camino del vestuario: se comenzaron a sentir el chasquido de las puertas de las taquillas de chapa. Clementina permanecía en su puesto y seguía acomodando franquitos bien protegidos en la caja de cartón: más bien podría haber estado así horas y horas. Si no fuera por su naturaleza, le hubiera gustado entrar en el vestuario, dejarse caer sobre el banquito de madera y preguntarles a sus compañeras qué es lo que había que hacer, seguro que ellas sabían algo más que ella. Aún así dejó que fueran saliendo una a una, la excusa en aquella ocasión fue que estaba un poco resfriada todavía. Blanca ya iba apagando las luces del almacén y a Clementina, muy en contra de su naturaleza, le daba una descomunal pereza cambiarse, salir a la calle, coger el autobús, llegar a casa y todas las demás cosas que quedaban por hacer en ese día.

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